viernes, 12 de agosto de 2011

Homilía para el domingo 20º durante el año - Ciclo A


Pidamos en primer lugar a nuestra Hermosa Madre, la Virgen María, Casa de Dios, que ore por nosotros al Espíritu Santo para que Él nos conceda entender la Palabra de hoy.

Para las personas que han crecido moralmente, “observar el derecho y practicar la justicia” como dice Isaías, es algo que no pesa sino, por el contrario, es el camino de la libertad y de la felicidad verdadera. Mientras no hemos crecido llegamos a pensar que hacer lo que a uno se le antoja es lo máximo. Pero las equivocaciones siempre dejan huella, y dejan heridas que no siempre cicatrizan. El derecho es la ley y la justicia es obrar conforme a la ley. No una ley cualquiera sino la de Dios.
Aceptar la ley de Dios desde el corazón es hallar a un Dios que ama y cuida. Sin embargo, he visto que hay corazones que no quieren crecer, que no aceptan a Dios como Señor, sino que usan a Dios para sus propios caprichos. Esos corazones no aceptan su ley, a no ser que esa ley exija a los demás, y sacan provecho de ahí. Por tantos lados hoy se exige el respeto de los derechos que tenemos y se olvidan de los deberes que también tenemos... Esos corazones que no aceptan la ley de Dios son en consecuencia injustos en su obrar, no practican la justicia. Y se perderán la liberación de Dios, porque Dios obra su liberación en y por el corazón que le respeta. Su salvación se manifiesta en su don de amor a los que lo aman, según escuchábamos a San Pablo unos domingos atrás: “Dios dispone todas las cosas para bien de los que lo aman”. Nunca Dios abandona a sus fieles, “porque los dones y el llamado de Dios son irrevocables”.
Entonces, vemos que, a pesar de la desobediencia de su propio pueblo elegido, la misericordia de Dios no cesó de hacer justicia, y se abrieron las puertas de la gracia a los pueblos que no habían sido elegidos, no para legitimar la desobediencia y declarar que da lo mismo ser fiel que infiel, sino por el contrario, para derramar su Espíritu en todos, y en aquellos que lo acepten, obrar y transformarlos en agentes de salvación y de culto verdadero, en servidores de la gracia y anunciadores de las maravillas de Dios, cosas todas que expresan la verdadera razón del “sábado”, del día del descanso consagrado al Señor para su alabanza, para nuestra reflexión y profundización de la Palabra, para las obras de amor y servicio a los hermanos, para recuperar el orden que el trajín de la semana nos haya hecho perder, para recordar y renovar la respuesta firme a la Alianza que Dios hizo con nosotros, la Alianza nueva y eterna firmada en la Sangre preciosa de su Hijo.
Por eso es que todo el que participa de la Eucaristía sube hasta “su montaña santa” y es colmado de alegría en su casa de oración. Porque allí se encuentra con Él, y allí redescubre el sentido de su vida. Ahí rectifica las intenciones de sus oraciones y de sus deseos y opciones, ahí recibe la gracia que le cambia el corazón, ahí escucha y habla con Dios, ahí se encuentra con los hermanos de camino, ahí comparte la mesa y sale enviado a misionar en la nueva semana de vida que le otorga el Señor.
Muchos que no son católicos buscan a conciencia y decididamente a Dios. Muchos católicos, por la enorme gracia de tenerlo realmente en la Eucaristía, han dejado de profundizar la relación y el encuentro con Él. Tomemos conciencia del don infinitamente valioso que tenemos y cuidemos nuestra relación personal con Dios, también nuestra relación comunitaria, nuestro culto, nuestra alabanza, nuestra vida entera viviéndola para dar gloria al Dios que nos ha bendecido tanto en su Hijo y en el Espíritu que se nos ha dado.
La “Sagrario de la Santísima Trinidad”, la Hermosa Madre María Santísima, nos aglutine junto a ella para que nuestra oración personal y comunitaria crezca de verdad. El Señor bendito y la Hermosa Madre nos bendigan a todos.

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