jueves, 30 de junio de 2011

Homilía para el domingo 14º durante el año - Ciclo A

Pidamos, en primer lugar, a nuestra Hermosa Madre, la Virgen María, que ore por nosotros al Espíritu Santo para que nos conceda el don de entender la Palabra de hoy.

En el Antiguo Testamento, a los que, temiendo a Dios, viven de acuerdo a lo que Él espera de ellos y según lo que una sociedad temerosa de Dios espera, se ven como personas íntegras. Son «sabios» porque su estilo de vida proyecta el temor de Dios y la bendición de Él reposa sobre ellos. De la misma manera que se considera «hábil» a un artesano en su oficio, los “jakam” (=sabios) en el Antiguo Testamento aprendían y aplicaban la sabiduría en cada situación de la vida y el nivel de su exito servía de barómetro para marcar el avance en el camino de la sabiduría. Lo contrario de jakam es el «necio» o malo que se obstina en rechazar consejos y depende de su propio entendimiento.
Jesús se encontraba frente a un pueblo que pensaba así: los que eran tenidos por sabios en realidad daban la imagen de gente temerosa de Dios, cumplidora, que aplicaban la sabiduría (reflexión humana) en cada situación de la vida y buscaban el éxito y se suponía que el éxito era bendición de Dios. Sin embargo, Jesús quiere dar un mensaje distinto a lo que en el fondo esta gente pensaba: Dios no se deja manejar, no se puede manipular a Dios.
Por eso le estalla esa alabanza en su boca porque frente a esos que pretendían ser sabios y prudentes, Dios estaba hablando a los humildes y sencillos que escuchaban a Jesús.
Es que el conocimiento más certero de Dios no se puede obtener por curiosidad, ni por investigación científica, ni por indagar, ni invadir. El conocimiento certero de Dios, el encuentro con la verdad de Dios, brota de un encuentro honesto con Él, donde Él se revele con libertad al corazón que se hace humilde ante su grandeza soberana. Uno siempre se encuentra con Dios, pero no siempre honestamente, porque sólo a unos pocos les brota una humildad genuina frente a Dios.
Jesús habla de sí y del Padre. Y frente a quienes creían conocer a Jesús porque decían 'Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores', les dijo que “Nadie conoce al Hijo sino el Padre”, dejando claro que nadie alcanza a ver en realidad quién es Él, y que todo lo que digan viene de apenas rozar la superficie de su persona. Su misterio es insondable, y hay que conocer al Padre para poder conocer al Hijo.
“Nadie conoce al Padre sino el Hijo y a quien el Hijo se lo quiera revelar”, dirá también, y eso indicaba que cuando el Hijo dispusiera hablaría y revelaría al Padre, y que además había que ser “pequeño”, es decir, no considerarse grande, ni “sabio”, ni “prudente”, ni existoso, sino, por el contrario, débil, necesitado, ávido de ayuda y consuelo.
Por eso continúa diciendo: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré”. Frente a los “exitosos” Jesús prefiere y alivia a los “afligidos y agobiados”.
¡Qué fuerte que suenan hoy los anuncios de todo tipo en la cultura actual promoviendo un ser humano “exitoso” en lo económico y en lo social! ¡Cuántos engaños se hacen y se dicen con tal de ganar dinero y sentirse así seguros y satisfechos! ¡Cuántas presiones se hacen para incluir a alguien en un grupo, o en un status, o en un círculo íntimo, cuántas exigencias se hacen para ser admitidos y populares!
Jesús no los mira, porque Él se dirige a los “pequeños”. Más adelante en el evangelio aparecerá esta frase de Jesús “¿De qué le servirá al hombre entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?” Y nosotros debemos escucharla para nosotros hoy: ¿De qué nos va a servir ser “exitosos” según el modelo económico actual, el modelo social actual, si perdemos la vida? La vida de la que hablamos no es la vida de los incluídos en el mundo social y económico actual, sino la vida que se goza en la paz y en la comunión con Dios y con los todos los hermanos, anticipo de la vida eterna. Para el mundo actual esto no es un valor. Se quiere lo inmediato, lo tangible, lo manejable, aquello donde puedo ejercer poder, y me sirve para mis propios intereses.
Si ha despertado en nosotros o si hace rato que está despierto el deseo de conocer y seguir a Jesús, impongámonos a nosotros mismos el yugo que tiene puesto Jesús, es decir, su intención y su propósito, hacer la voluntad de su Padre, transmitir a la gente el amor del Padre, aliviar a los afligidos y agobiados, liberar a los cautivos. Ese yugo es suave y liviano para Él que es manso y humilde de corazón, y también lo será para nosotros al imitarlo y seguir sus pasos.
Que nos nos hagan perder la objetividad al ver las cosas. No miremos nuestra situación, nuestra realidad, con los anteojos de la aceptación o no de los demás, sino con la mirada del Padre bueno que nos busca porque quiere compartir con nosotros su vida y su bondad.
Que la Santísima Virgen María, la humilde, la que escuchó y guardó todo en su corazón, nos acompañe en la escucha de hoy, en la vida sencilla y honesta, abierta a Dios y a los demás. Que el Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.

jueves, 23 de junio de 2011

Homilía para la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo - Ciclo A

Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen María, que nos acompañe a contemplar el misterio maravilloso que hoy celebramos y que nos consiga del Espíritu Santo la gracia de entender.
El Señor Dios nos hace caminar, nos hace recorrer el camino de la vida, y en ese camino nosotros vamos buscando lo necesario para subsistir. Pero Él quiere que caminemos hasta experimentar el hambre. Es así, llega un momento de esa búsqueda que nos damos cuenta que nada sirve para calmar el hambre profunda que tenemos. No sirve ni el dinero, ni el poder, ni experimentar todos los placeres, nada nos llena. No sirve ni las alegrías cortas, ni las largas, ni los sueños, ni las penas, ni el llanto, no sirve la vida ni la muerte, no sirve la guerra y tampoco sirve la tranquilidad, no sirven las ambiciones ni los proyectos, no sirven las palabras ni los silencios, nada nos llena como deseamos ser llenados.
El Señor nos hace tener hambre para que nos demos cuenta que no sólo de pan (o de dinero, poder, placeres, alegrías, sueños, penas, llanto, vida, muerte, guerra o tranquilidad, ambiciones, proyectos, palabras o silencios) vive el hombre. Sólo de la Palabra que sale de la boca de Dios vive el hombre. Y hasta que no sienta que el hambre ya no lo deja vivir, sólo ahí, el ser humano levanta seriamente su mirada suplicante al Dios que vive y da la vida. Ese Dios dijo una Palabra, su Hijo, y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y su nombre es Jesús.
Es imprescindible que el ser humano escuche, reciba, acepte esa Palabra viva y la incorpore a sí mismo. Así como somos lo que comemos y lo que comemos se transforma en nosotros, también es imprescindible que la aceptación de esa Palabra, viva y vivificante, sea recibida por nosotros como alimento. Por eso Jesús dijo “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo, y el que me coma vivirá por mí”. Y para significar eficazmente que nos alimentamos de Él instituyó la Eucaristía, signo real de su Cuerpo que es verdadera comida, y de su Sangre que es verdadera bebida. Cuerpo y Sangre de Jesucristo, vida nuestra, vida entregada para tuviéramos vida eterna.
Anímese todo ser humano a experimentar ese Pan que le quitará el hambre profunda para siempre. Anímese el creyente a recibir el Pan de vida comulgando el Cuerpo y la Sangre de Cristo, comulgando en la Comunidad de la Iglesia Católica porque en ella se da realmente la presencia sacramental de Cristo. Anímese el católico a perseverar en la comunión, y cuide siempre de comulgar en gracia de Dios. Anímese el que comulga sacramentalmente a comulgar en su espíritu con la voluntad de Dios, de manera que su corazón quiera lo que el corazón de Dios quiere. Anímese el que escucha la Palabra a ponerla en práctica gozando seguir el camino del Señor Jesús, muerto y resucitado. Anímese el que escucha la Palabra y la practica a compartir su fe con otros volviéndose testigo de lo que ha hecho y hace el Señor que da la Vida por su Pan y su Palabra en su propia vida. Anímese el misionero y el testigo a invitar a celebrar la Palabra y la Eucaristía a todos los que pueda. Anímese todo el que celebra la Palabra y la Eucaristía a ofrecer su vida y su trabajo, su vida familiar y social, su participación ciudadana y su compromiso político, su vida económica y productiva, su juventud, adultez y ancianidad, como ofrenda a Dios y acto de amor que glorifique al Señor que da la Vida.
Que María nos acompañe en este camino de comunión y madurez espiritual y cristiana.
El Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.

jueves, 16 de junio de 2011

Homilía para el Domingo de la Santísima Trinidad – Ciclo A

Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen María, que pida para nosotros al Espíritu Santo que nos dé a conocer más profundamente el misterio de Dios.
A nosotros nos hace felices el amor. Cuánto más generoso, sincero y fiel, mejor. Es tan necesario al ser humano el amor como la vida. Incluso nos llegamos a morir cuando nos sentimos no amados.
¿Por qué somos así? Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Dios es amor y nosotros que fuimos hechos a su semejanza también podemos amar, y eso es porque somos capaces de amar.
Somos sensibles, y el afecto nos gusta, tanto a nosotros, como a los animales y a las plantas, pero el amor es más que afecto. El amor del que hablamos es más que el placer y la sensación de bienestar y de plenitud que se experimenta al establecer relaciones de cariño y de afecto con los demás. El amor en su grado máximo es el amor que busca el bien de los demás. Es generoso, compasivo, aguantador, fuerte, audaz, paciente, constante.
Es empobrecer el amor confundirlo con la simple experiencia placentera de sentirse queridos. El bebé necesita ser querido para vivir, para crecer, para desarrollarse bien, y por eso su apego a los que lo aman es grande y al mismo tiempo exigente, le es una necesidad vital. Pero a medida que va creciendo el ser humano se va haciendo capaz de dar amor. Y cuando la madurez en el amor es auténtica se es capaz de dar amor sin buscar ser amado, se es capaz de dar amor al otro por la necesidad que el otro tiene de ser amado para ser feliz.
Dios es así, amor perfecto. Él ama. Y ama siempre, desde siempre. Porque es amor es comunión, es encuentro, es comunidad, es familia. Así es lo que Dios reveló a los hombres: el Padre, desde toda la eternidad, engendró a su Hijo, dándole todo al Hijo menos el ser Padre. Y el Hijo, que desde siempre contempla y ama al Padre con un amor infinito, da todo al Padre menos el ser Hijo. Y esa comunión infinita de amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo. Dios es para nosotros el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.
En esa comunión eterna e infinita nosotros tenemos nuestro origen, porque en ese amor se decidió la creación, se decidió la redención y la vocación a la que fuimos llamados: participar como hijos, en el Hijo, de esa comunión. En esa comunión tenemos nuestra plenitud porque seremos transformados por el Espíritu que nos hace participar, por la gracia, de la vida de Dios. En esa comunión tenemos nuestro modelo de vida, porque toda nuestra vida será plena cuando sea reflejo de esa comunión trinitaria. También en esa comunión está nuestra fuerza, porque el Padre amó tanto al mundo que envió a su Hijo para que el mundo se salve por Él, y el Hijo tanto amó al mundo que dio su vida por nuestro rescate de las manos del mal, del pecado y de la muerte. Y el Espíritu Santo se nos da desde la resurrección de Jesús conduciéndonos, enseñándonos y santificándonos para hacernos vivir en comunión entre nosotros y con Dios para siempre.
Por eso no tememos. Porque Dios está con nosotros siempre.
Por eso nos animamos a vivir en familia, a vivir en comunidad, a ser Iglesia, porque somos capaces de amar como Dios, gracias a la acción de su gracia en nosotros.
Por eso nos animamos a transformar el mundo, porque la sabiduría, la fuerza y la unidad nos vienen del Espíritu Santo que habita en nosotros.
Por eso seguimos evangelizando porque el mundo espera el gran anuncio del Amor que no falla, amor que hemos experimentado nosotros ya.
Nos toca establecer la comunión, trabajar en comunión, hacer la comunión entre todos, hacernos uno, para que el mundo crea, y creyendo se salve.
Que María nos acompañe en la vida hacia la comunión plena con la Santísima Trinidad.
El Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.

jueves, 9 de junio de 2011

Homilía para el Domingo de Pentecostés - Ciclo A

Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen María, que pida para nosotros que el Espíritu Santo nos llene de sus dones.

La Iglesia es un misterio. Es una organización guiada misteriosamente por el Espíritu Santo. Y cuando hablamos de misterio no decimos que es algo que no se puede conocer, sino que es una realidad que supera nuestra capacidad intelectual, nuestra capacidad humana, nuestra capacidad de organización, etc. Porque interviene Dios de una manera particular, espiritual, guiando a la Iglesia, para que se organice, para que madure, para que crezca en el conocimiento de Dios, para que comprenda lo que Jesús enseñó, para que viva una caridad creciente, para que sea valiente en el testimonio misionero, para que tenga fortaleza en el martirio, para que responda a las necesidades de los que sufren de múltiples formas, para que transmita la verdad y la anuncie, la explique y la celebre, para que goce de Dios y se anime en la lucha diaria, para que se compadezca de los débiles con la misma compasión de Jesús, para que llegue la Iglesia a los pastos buenos, a las aguas tranquilas, a la gracia de la vida eterna, para que reconcilie a los hombres con Dios y entre sí.
El Espíritu es un misterio, porque habitualmente tenemos imagen de padre y de hijo, pero no nos es tan fácil una imagen unívoca del Espíritu, por eso lo llamamos de muchas maneras: aliento, viento, soplo, fuego, fuerza, don, etc. Tan inmanejable como cada una de esas cosas, porque se mueven con independencia de nuestras capacidades, y como don tiene la característica de la gratuidad. El Espíritu es el don de Dios, el don que Dios hace de sí mismo, la tercera persona de la Santísima Trinidad que une al Padre y al Hijo y que nos involucra a nosotros en ese amor por generosidad absoluta.
Al venir a los discípulos como lenguas de fuego otorga una novedad a los discípulos que los motiva y enardece en su fe y en su testimonio. Ya no tienen miedo, poseen la fuerza del Espíritu. Ya no tienen la falta de experiencia profunda de Dios, ahora saben quién es Dios, y pueden dialogar con Él de una forma nueva, de una manera íntima al grado de la simbiosis: el Espíritu vive en nosotros y nosotros en Él.
Es el Espíritu prometido por Jesús a sus discípulos en la última cena. Es el Espíritu entregado por Jesús al momento de morir, es el Espíritu enviado por Jesús una vez que ascendió a los cielos. El Espíritu Santo guía desde ahí a la Iglesia, haciéndola cada vez más capaz de conocer los misterios del Reino, cada vez más obediente y fiel a su Maestro, cada vez más libre.
La tarea del Espíritu no está terminada. La Iglesia aún tiene mucho que aprender, mucho que profundizar, y mucho que crecer en la comunión entre sus miembros. Pero cada uno de sus miembros debe abrirse verazmente al Espíritu, debe dejarse transformar por el Espíritu, debe aprender a escucharlo y escucharlo siempre para obedecerle con prontitud. Es posible entristecer al Espíritu, tomarlo en parte, acallarlo más o menos rápido, porque el Espíritu es respetuoso. Su ímpetu siempre está sujeto a nuestro querer. Somos responsables de seguirlo y de no seguirlo. Él actúa con libertad en los dóciles y humildes, pero se retira de los testarudos y soberbios. Él inspira a quien está en silencio para escuchar su suave voz. Pero no dice nada a quien pretende sonsacarle los designios de Dios. Él consuela a quien con humildad y mansedumbre le clama, pero guarda silencio cuando le gritan. Él ama a todos y lleva al amor a todos, por eso se retira cuando no hay amor, cuando no hay perdón, cuando no hay gratuidad, cuando hay uso y abuso del otro, cuando hay prepotencia, cuando hay rebelión, cuando hay mentira y celos, cuando hay recelos y desconfianzas, cuando hay agresiones y odio.
Cada uno de nosotros en la Iglesia tiene que admirar el designio de Dios de hacernos participar de la gran reconciliación de todos. Y disponerse a aportar con su propio esfuerzo a esa gran meta: que todos seamos uno. La unidad no es uniformidad, es comunión, es encuentro. Hagamos lo posible por unir y no por desunir, pero unámonos en lo que hay que unirse, es decir, en la verdad, por el amor, para gloria de Dios.
Si no es en la verdad no es en el Espíritu. Si no es en el amor no es en el Espíritu. Si no es para gloria de Dios, no es en el Espíritu. Vivir en el Espíritu es delicioso pero inmensamente arduo porque nuestro espíritu no se adecua fácilmente a la voluntad de Dios, porque la rebeldía ha minado nuestro corazón. Habrá que trabajar mucho en controlar los propios impulsos para que no nos alejemos del querer de Dios. Habrá que animarse valientemente a la obediencia y a la docilidad al Espíritu. Pero no todo pasa por entender primero, sino por escuchar primero al Espíritu, que tiene una voz muy suave, y hay que estar muy atento para poderlo escuchar, no sea, como decía Calasanz, que pase de largo sin fructificar. Una vez que escuchemos y obedezcamos con el tiempo entenderemos los designios de Dios.
Pentecostés es un hecho que aún continúa, gracias a Dios.
Que María nos ayude a obedecer al Espíritu, a caminar según Él, y compartir con los demás sus inspiraciones.
El Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.

viernes, 3 de junio de 2011

Homilía para el Domingo de la Ascensión del Señor a los cielos - Ciclo A


Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen María, que pida para nosotros del Espíritu Santo el don de entender esta Palabra.
·         Mt 28, 16-20: Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de Él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo».
La montaña donde Jesús nos cita hoy es el mundo actual, esta época, y este cambio de época. Muchos cambios se están dando, y otros se están provocando, y en estos cambios Jesús nos convoca a dar su Palabra, a dar la verdad, a darlo a Él, camino, verdad y vida.
Algunos de nosotros se postra ante Él, y otros dudan. Siempre se dará la duda, entre sus mismos discípulos, porque la adhesión a Jesús, a su persona y a su mensaje, no es automático, no es algo externo, no es colocarse un pin, un broche, una camiseta o una medalla, ni siquiera una cruz al cuello. La adhesión a Él o es de corazón, es desde lo más interior nuestro, con toda nuestra alma, nuestra conciencia, nuestra mente, nuestras fuerzas, todo nuestro ser o no es. Y a veces nuestro interior está cerrado, o hay lugares donde no se da la apertura que Jesús requiere.
Pero Él dejó su Espíritu que delicadamente, respetuosamente, tenazmente, llama y llama, espera y espera, conquista dando regalos y dones que nos van haciendo abrir las puertas interiores, y al mismo tiempo que va entrando vamos comprendiendo, paulatinamente. El Espíritu no es algo individual, no es algo que se me dé a mí como individuo independiente y separado de los demás. El Espíritu se da para que cada uno decida unirse a los otros, y cuantos más compartimos nuestra fe y nuestra adhesión a Jesús más se derrama el Espíritu y más luces nos da. Por eso el Espíritu es el que guía la Iglesia en su caminar, y también guía hacia la Iglesia. El Espíritu lleva a la comunión, porque todas las diversidades, la multiforme gracia de Dios, los multiformes dones de Dios, tienen un solo origen: El Espíritu Santo. Por eso en la Iglesia no hay uniformidad sino comunión, no hay común-unión, sino encuentro, no hay cercanía sino unidad.
Y ese Espíritu es el Espíritu que Jesús resucitado envía desde el Padre, porque Él ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Todo poder, y el poder sobre todo. Nada, absolutamente nada, queda fuera del poder de Jesús, el Señor. El que dude de ese poder es que no ha comprendido la magnitud del hecho de la resurrección y de la ascensión, no ha comprendido la grandeza del misterio pascual: la pasión, muerte y resurrección de Jesús. En ese misterio pascual hemos sido redimidos, salvados y liberados. Por la pasión, fuimos liberados del pecado, porque su amor generosísimo pagó nuestras deudas de amor con el Padre y con todos. Por la muerte fuimos liberados del maligno porque en el instante antes de morir Jesús entrega su espíritu al Padre y no al maligno, y el maligno se quedó sin su presa. Por la resurrección fuimos liberados de la muerte porque su resurrección es la primicia de nuestra resurrección porque estamos en Él y unidos a Él por su Espíritu que nos fue dado.
La ascensión de Jesús es la culminación de todo el paso de Jesús entre nosotros. Porque al dejarnos resucitado, al ascender y ser cubierto por la nube, que es signo de Dios, significa que todo Él, verdadero Dios y verdadero hombre, está en el seno de la Santísima Trinidad, todo Él es glorificado, todo Él participa de la gloria de Dios. Y eso al mismo tiempo significa que nuestra naturaleza humana está teniendo parte de esa gloria de Dios. Para nosotros es un adelanto, una promesa que se está cumpliendo, una garantía ya establecida. Nosotros tenemos como meta final participar definitivamente de la gloria, del gozo, del amor y de la fuerza de Dios. Jesús, nuestra cabeza ya participa, nosotros, su cuerpo participaremos también.
Mientras vamos creciendo, madurando, adhiriéndonos desde lo más profundo de nuestro interior, convirtiéndonos en verdaderos discípulos hijos de Dios, nos envía como misioneros: “Vayan y hagan que todos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado”.
En este tiempo, en esta época, en este cambio de época, con todos los cambios que hoy se dan y se provocan, se empujan y se padecen, hoy, hay que seguir haciendo que todos sean sus discípulos, bautizándolos y enseñándoles todo, la verdad completa, todo lo que Él nos ha mandado”. No nos tiene que debilitar la desculturización cristiana que se da actualmente. Tampoco nos tienen que amedrentar las campañas de descrédito de la Iglesia, de la Escritura, y del mismo Jesús que hoy se dan. No nos tienen que frenar los ataques rabiosos de algunos. Nos tiene que impulsar el Espíritu, nos tiene que empujar su gracia, y nos tiene que animar la necesidad (aunque no la reconozcan) que todos tienen de la vida de Dios, del mensaje de la buena noticia, del perdón de los pecados, de la salvación.
Y nos sostiene por debajo y por sobre todo esa sentencia de Jesús: “Yo estaré SIEMPRE con ustedes hasta el fin del mundo”. Siempre es siempre. Bendito sea Dios.
Que María nos ayude a formar a los nuevos discípulos y que nos reúna en una sola familia: la Iglesia de su Hijo.
El Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.