jueves, 29 de septiembre de 2011

Homilía para el domingo 27º del tiempo durante el año. Ciclo A.

Pidamos, en primer lugar, a nuestra Hermosa Madre, la Santísima Virgen María, que nos acompañe en la meditación de la Palabra, y nos consiga del Espíritu Santo el don de entendimiento de la misma.

El Señor Dios espera los frutos de su viña. Los frutos son la gloria de una viña, cuando son abundantes, sanos, sabrosos y dulces. Pero cuando esos frutos son agrios, o escasos, o enfermos, o dañinos... 
Dios bendito ha regalado al ser humano el don más comprometedor y grandioso que le podía dar, más grandioso que el conocimiento, más que la vida, más que salud, más que la eternidad: el don de la libertad, es decir, la capacidad de obrar desde sí uniéndose al querer de su Creador.
Vuelva a leer la definición que doy: capacidad de obrar desde sí uniéndose al querer de su Creador. Esto implica: Capacidad que como tal va en aumento si se la estimula, si se la controla, si se la construye, si se practica constantemente. Obrar desde sí significa decidir desde su propio "yo", haciéndose cargo de la decisión tomada y sus consecuencias. Es decidir no desde el antojo, o el impulso, o la presión exterior o del pasado, sino desde el presente, desde el ser y desde la verdad completa de la realidad total, aunque esta verdad y esta realidad no las pueda conocer así a fondo por la condición que tenemos de creaturas limitadas y caídas, lastimadas por el pecado y condicionadas por un ambiente cautivo de mentiras y maldades. Es decidir desde la verdad que conozco habiendo profundizado y desde la realidad que asumo adultamente. Uniéndose al querer de su Creador quiere decir decidir por lo que quiere nuestro Creador, porque el Creador nos ha hecho existir y nos mantiene en el existir porque nos ama, y nos ama personalmente, esto es, desde Él y a nosotros, a cada uno personalmente, a mí, a ti. Y como Él es el supremo sabio y supremo soberano, el unirse a Él conlleva adquirir por participación y gracia Su sabiduría, Su alegría de amar, Su poder de amor, Su libertad para obrar el bien siempre.
Este don de la libertad es el parámetro de nuestra humanidad. Mientras usemos esa capacidad para vivirla según la definición, más humanos somos.
De lo contrario, más inhumanos nos vamos haciendo. Tanto que nos volvemos homicidas. 
Éso es lo que expresa la parábola de los viñadores que Jesús nos deja hoy según el evangelio que hemos leído (Mt 21, 33-46). Jesús se lo dijo expresamente a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo judío de su época: El dueño de la viña quitará a estos viñadores su viña y se la arrendará a otro pueblo que le haga producir sus frutos: y ese pueblo nuevo somos su Iglesia, la Iglesia que Jesús dijo que edificaría sobre al piedra que es Pedro.
Desde ahí tenemos que considerar que está en nuestras manos obrar dando frutos de vida, frutos que sirvan para la vida de los otros, para su liberación, para su salud, para su alegría y para su comunión con Dios.
Nuestra Iglesia Católica, la verdadera Iglesia de Jesús, adolece de que muy pocos de sus miembros asumen este "arrendamiento de la viña" como tarea que les compromete la vida entera. La lista de santos y de gente comprometida con dar frutos verdaderos y buenos es tremendamente corta comparada con la enorme cifra de los bautizados de todos los tiempos.
Tenemos que salir de la lista larga de los cómodos y débiles, de los que quieren hacer su propia voluntad (incluso llegando al extremo de querer obligar a Dios que sea servidor de esa voluntad, o volviendo a matar a los que Él envía en su nombre). Tenemos la maravillosa invitación a ser de la lista de sus seguidores, de sus auténticos y fieles discípulos servidores de Su Voluntad salvífica.
Decidámonos a hacer lo que tenemos que hacer: desde crecer en nuestra fe asumiendo la pertenencia a una comunidad concreta, la aceptación de todos como hermanos, el camino de crecimiento en el conocimiento y la vivencia de la fe en la catequesis permanente, la adhesión y compromiso con el magisterio de la Iglesia, la acción constante en bien de la familia por amor fiel, el trabajo honesto y denodado por mejorar las condiciones sociales de vida, el esfuerzo sin tregua por colocar las relaciones económicas, políticas, sociales y culturales en los parámetros del bien común, de la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural y del respeto de la naturaleza abarcando la ecología, etc. etc. etc.
Dios bendito y la Hermosa Madre nos acompañen y nos den la fuerza para hacerlo por amor.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Homilía para el domingo 24º durante el año - Ciclo A

Pidamos a nuestra Hermosa Madre, la Virgen María, que nos acompañe pidiendo al Espíritu Santo que nos conceda el don de entendimiento de la Palabra.

Vivir para el Señor, morir para el Señor. Hacerlo todo para el Señor. Esa es la clave del discípulo de Cristo.
Decirlo es fácil. Hacerlo, no tanto. Porque el vivir para el Señor implica orientar la vida hacia Él, con todas las decisiones que tomamos en la vida. Orientar todo hacia Él para darle gloria, para agradarle, para ayudarle a hacer su plan de amor con todos los hombres, como lo quiso desde Abraham. Esto es contrario a lo que generalmente se ve, es decir, al uso que se hace de Dios para beneficio propio, pidiéndole y exigiéndole cosas que no se suman a su plan de amor para con todos los hombres. Muchos usan su amor para beneficio propio, aunque fastidien a otros, y... ¿qué podrá pensar Dios, sino que somos como niños malcriados y egoístas que queremos que “papito” nos beneficie a nosotros y perjudique a mi hermano?
Dios quiere a todos, ama a todos, ofrece su bendición a todos, y nos espera a todos a su lado para darnos su vida.
Su actitud inmensamente cargada de ternura, amor y misericordia entrañable, es la tónica que marca el tono de la melodía del conjunto de nuestras actitudes. Tenemos que sonar como suena la música de Dios. Música melodiosa y armoniosa.
Los conflictos que el rencor, el egoísmo, el orgullo, la soberbia, el odio, las agresiones todas, etc., nos generan provocan una desarmonía tan profunda en nuestra melodía vital que estamos fuera del concierto. Nadie soporta un instrumento desafinado en una orquesta. Rompe la belleza de toda la obra.
Nosotros somos la obra, y si nuestros rencores nos desarmonizan, no sonamos bien. Si nuestros odios nos destemplan, desafinamos respecto del tono de Dios. Si nuestra soberbia quiere marcar otros ritmos, imponer el propio, hace que todo el concierto sea un desastre. No sólo no sonamos bien, sino que rompemos la armonía, y alteramos a los otros instrumentos, y dañamos todo.
El único camino que queda es el perdón, y un perdón generoso, que no justifique el mal, porque perdonar no significa volverse estúpido o ingenuo. Ni tampoco que haga como que no pasó nada, porque los daños hay que repararlos para que se haga justicia. Ni tampoco que se vuelva imprudente, porque el mal se puede repetir. Perdonar es otorgar una nueva oportunidad de ser bueno al que ha sido malo. Una oportunidad de redención al que ha estado esclavo de su pecado.
Perdonar como nosotros queremos ser perdonados.
Que la Hermosa Madre nos ayude a ser música agradable a Dios.
Dios bendito y la Hermosa Madre nos bendigan a todos.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Homilía para el domingo 23º durante el año - Ciclo A

Pidamos, primero, a nuestra Hermosa Madre, la Virgen María, que nos consiga del Espíritu Santo el don de  entendimiento de la Palabra.
Jesús está presente en medio de los que se reúnen en su nombre, y eso nos tiene que llenar de gozo e impulsar a reunirnos a orar con las ganas de tener un verdadero encuentro en ambas dimensiones, con el o los hermanos con los que nos reunimos, y con Él, y por Él con el Padre en el Espíritu Santo.
Y es en ese ámbito de encuentro, de presencia de Jesús, donde la vida de comunidad se hace verdaderamente sacramento de la vida trinitaria en nosotros. La vida de Dios se nos da en una dimensión real y concreta, el amor que se dé al otro, y, por supuesto, el amor que se recibe del otro. Ese amor no es sólo afecto y cariño, es compromiso en el bien, es generosidad y es esfuerzo en la lucha contra el mal, tanto interior como exterior.
Porque Jesús está presente en medio de los que se reúnen en su nombre, la comunidad es un ámbito sagrado, diferente a cualquier reunión de personas, diferente a cualquier grupo o club. Es un ámbito transido de Dios, de su amor eterno, de su presencia creadora, redentora y sanadora. Es un ámbito de luz que va disipando las tinieblas al ritmo de la apertura del amor. Es una presencia del cielo aquí en la tierra.
La mayor tiniebla es el pecado, la mayor atadura es el pecado. Y si el pecado es tan fuerte como para hacer perder la conciencia de su maldad, de su daño, de la necesidad imperiosa de luchar contra él, el pecado mata. Si el pecado es tan fuerte como para ocultarse, engañar, disfrazarse, justificarse, y arraigarse, la lucha contra él no es fácil. Y no se puede luchar solo contra él, se necesita la ayuda de los hermanos y de Dios.
Sólo el amor comprometido saca del pecado a otro. El amor comprometido como el de Jesús, que nos enseñó a respetar a Dios, a amarlo y a glorificarlo, y con su vida pagó nuestras culpas, lavó nuestros pecados, su vida entregada en la muerte de cruz.
El domingo pasado leíamos en el Evangelio que Jesús decía "El que quiera seguirme niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga". La palabra de hoy es una forma muy concreta de vivir esa exigencia de Jesús: negarse a sí mismo, es decir, a pecar o a desentendernos del pecador; cargar con la cruz, es decir, cargar con el pecador, con el esfuerzo comprometido de sacarlo del pecado para que no muera; seguir a Jesús, es decir, vivir en y con Jesús, en comunidad eclesial.
Que nuestro amor fraterno sea lo suficientemente maduro para hacernos cargo unos de otros para llevarnos a la vida. Y nuestra humildad sea suficiente como para dejarnos corregir para que la muerte no nos agarre.
Dios bendito y la Hermosa Madre los bendiga siempre.