jueves, 26 de mayo de 2011

Homilía para el Domingo 6º de Pascua - Ciclo A



Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen María, que pida para nosotros del Espíritu Santo el don de entender esta Palabra.
El amor lleva al encuentro, y el encuentro hace crecer el amor.
En ese ámbito especial de intimidad y despedida, como fue la última cena, Jesús establece las bases del encuentro que aún perdura en la comunidad de la Iglesia con Él. Un encuentro que se va a basar en el amor, en la obediencia libre y feliz, en la presencia para siempre del Espíritu de la verdad que los apóstoles conocen, pero el mundo no.
Un encuentro y una promesa: no los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Promesa que se basa en un presente impregnado de misterio y en un futuro cargado de esperanza cierta: Yo vivo, y ustedes también vivirán.
Un encuentro, una promesa y una iluminación: Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí y yo en ustedes.
Un encuentro, una promesa, una iluminación y un premio: El que me ama será amado por mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él.
El día en que esto sucede es hoy, ese hoy que comenzó allá en la última cena y se da hasta el último día del camino del hombre en la historia de la salvación. Es el día “octavo”, el día que celebramos cada día “primero” de la semana, para hacernos comprender que no es un día de recomienzo de semana, sino el anticipo del día definitivo de la victoria total de Dios. Este “octavo día” de hoy tiene el encuentro, la promesa, la iluminación y el premio.
Hoy, aquí, en el mismo ámbito de la última cena, en el ámbito litúrgico eucarístico, se hacen realidad el encuentro, la promesa, la iluminación y el premio.
El encuentro es en la escucha atenta de la Palabra, atento el corazón y dispuesto a cumplirla amando. El encuentro con el Maestro que nos habla, con el Maestro que nos enseña, con el Maestro que vive como hombre nuevo y nos muestra con su ejemplo cómo ser nosotros mujeres y hombres nuevos, hijos de Dios sin mancha.
La promesa se cumple porque Él vive, y nos da su vida por la que nos hace vivir. Y Él vive así en nosotros, y se borra toda sensación de orfandad e indefensión que nos pueda venir porque físicamente no esté más entre nosotros. Su vivir es real, auténtico, más pleno que el que nos podamos imaginar, porque ahora es espíritu vivificante.
La iluminación se da en la Eucaristía en que el Padre recibe al Hijo ofrecido en la cruz por la salvación del mundo y en nuestra comunión con Él sumándonos a su entrega. De esa manera Él está en nosotros, nosotros en Él y con Él en el Padre.
El premio es lo que se produce luego de la comunión: experimentamos el amor del Padre y del Hijo que se nos manifiesta en esa experiencia, que nos llevamos a casa, a nuestra vida cotidiana, que a partir de la experiencia del amor se torna en una vida con y hacia Dios.
Que el Espíritu de la verdad, que habita en nosotros que lo conocemos, nos ayude a comprender, amar y vivir estos dones tan valiosos.
Amemos a Jesús cumpliendo con gozo y honor los mandamientos. Es decir, adhiriéndonos a su voluntad, a su querer, a su sueño, a su plan, a su deseo, que no es otro que expandir el amor de Dios en nosotros y por nosotros a los demás.
Que María nos acompañe en este crecimiento en la comunión con el Jesús pascual, que nos ayude a brillar con la luz del Señor resucitado, y nos anime a crecer como comunidad eucarística que vive el encuentro cada domingo.
El Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.

jueves, 19 de mayo de 2011

Homilía para el 5to Domingo de Pascua - Ciclo A


Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen, que pida para nosotros del Espíritu Santo el don de entender esta Palabra.
Jesús estaba en la última cena. No era una cena más. Se estaba despidiendo y legando a sus discípulos sus últimas y más profundas enseñanzas, como recapitulando todo y dando el sentido de su ser y de su misión.
Estaba compartiendo con sus discípulos la razón profunda de su partida: Nos fue a preparar un lugar en la casa del Padre. Que Él es el camino para llegar al Padre. Que para ir al Padre hay que ir “por” Jesús.
Eso quiere mostrarnos que el Padre nos quiere acoger a todos en su casa, como parte de su familia. Que para eso envió a su Hijo para que el mundo encuentre el camino a la casa del Padre.
Y es en Jesús donde hallamos claramente la voluntad amorosa del Padre, que acoge a los débiles, perdona a los pecadores, recibe a los niños, celebra la vida, sana a los enfermos, resucita a los muertos, sacia la sed interior, hace ver a los ciegos, alimenta a los hambrientos de la vida…
Los gestos misericordiosos de Jesús, sus gestos fraternales, su ternura con los niños, su compasión con los sufrientes, su firmeza frente a los opresores de los sencillos, su adultez y libertad en el modo de vivir la relación con Dios, su alegría de vivir, su fortaleza en el sufrir por amor, su entera entrega al Padre, sus largos ratos de oración, su mirada compasiva, su sabiduría tremenda, todo Él, nos hace ver que Dios está cerca y se complace en bendecirnos, liberarnos, ayudarnos, sanarnos, hacernos felices.
Y para eso nos muestra la verdad de Dios, nos muestra el camino a seguir, nos da la Vida que viene de Él.
Ese camino, esa verdad y esa vida, los recorremos y recibimos juntos, como familia, como pueblo, porque Él nos recibió así, como familia, como su pueblo.
Tenemos la gracia de haber recibido de los apóstoles y de sus sucesores las enseñanzas de Jesús. Tenemos la gracia de ser la misma Iglesia que ellos formaban, la misma familia, la misma comunidad que a lo largo de las generaciones ha ido transmitiendo y vivenciando la misma fe apostólica. Tenemos la gracia de tener la experiencia de que a pesar de los pecados de los miembros de la Iglesia el Espíritu Santo está en la Iglesia y la conduce. Tenemos la gracia de Dios de vivir la Iglesia como misterio de comunión, algo mucho más profundo que sólo una organización institucional. Tenemos la gracia de celebrar juntos cada semana y cada día, el gozo de tener a Jesús que está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Esa presencia de Jesús se manifiesta en muchas formas, pero concretamente, especialmente, en los sacramentos. Tenemos la gracia de la catequesis y de las homilías, de la enseñanza de los apóstoles y de todo el magisterio de la Iglesia. Tenemos también la gracia de ser comunidad, familia de hermanos, que escuchamos la Palabra y buscamos vivirla en la práctica. Tenemos la gracia de tener santos entre nosotros, gente que es modelo de amor y de servicio, de humildad y de fe.
Las mismas obras de Jesús se continúan hoy, y nosotros debemos continuarlas haciendo obras mayores aún. Obras de consuelo y sanación, obras de liberación y de enseñanza, obras de promoción y de ayuda, obras de escucha y reconciliación. Obras de misericordia y caridad, de alivio de los dolores y sufrimientos de la gente, obras de justicia y de perdón.
Esas obras mostrarán que el Padre, Jesús y el Espíritu están en nosotros y nosotros estamos en Dios, y los demás descubrirán a Dios por las obras.
Nos alienta el mismo Jesús para que nuestro trabajo diario en sus obras no decaiga. Nos alienta Jesús con su cuerpo y con su sangre, con su Espíritu, con su Palabra, con su gracia, con su entrega, con su muerte y resurrección, con su enseñanza y ejemplo, con su presencia en el necesitado y en el que sufre. Nos alienta a ser tan generosos como Él, tan unidos al Padre en el amor como Él, a ser tan compasivos como Él.
Abramos con valentía nuestros ojos para ver a los hermanos que nos necesitan. Levantemos la mirada de nuestras ambiciones personales para contemplar el Reino de Dios y su justicia y decidámonos a buscarlo, ayudando a que los demás sean felices, porque así se manifiesta el Reino.
Y no tengamos miedo a la muerte, porque Jesús nos vendrá a buscar para que estemos con Él. No hay nada que temer.
Pidamos a nuestra Hermosa Madre que nos haga crecer como verdaderos hijos de Dios, discípulos de su Hijo, hermanos en la Comunidad de la Iglesia, pescadores de hombres, servidores de todos, sal de la tierra y luz del mundo.
El Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.

Homilía para el 4to Domingo de Pascua - Ciclo A


Esta homilía no había podido ser posteada en su momento por los inconvenientes que tuvo Blogger.
Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen, que nos consiga del Espíritu Santo el don de entendimiento de esta Palabra.

El Señor Jesús nos da la imagen de ser la puerta del corral de las ovejas para indicarnos varias cosas:
- Cuida de las ovejas.
- Es el lugar por donde hay que ir a buscar el alimento.
- Es por donde hay que entrar para hallar refugio y ser salvado.
- Es el lugar por donde entran sus enviados a pastorear a las ovejas.

Todos sabemos que Jesús es el Buen Pastor, y que da la vida por sus ovejas. Hoy ha sonado en su palabra: “Yo he venido para las ovejas tengan vida y la tengan en abundancia”. Todos nos maravillamos ante ese amor tan especial de Jesús por todas sus ovejas, especialmente por las perdidas, descarriadas, lastimadas, hambrientas. Las ovejas somos nosotros, y también pasamos por estar perdidos, descarriados, lastimados y hambrientos. Jesús nos cuida porque nos ama. Nos ama cuidándonos, haciéndonos descansar en praderas verdes, dándonos aguas tranquilas y reparando nuestras fuerzas. Nos guía por senderos rectos, y su vara que nos vuelve al camino y su bastón que nos vuelve al rebaño nos infunden confianza porque nos sabemos defendidos y protegidos.
Según el salmo, además de ser el buen pastor, es también el buen anfitrión, el que nos prepara la mesa con espléndido banquete. Más aún, se nos da Él mismo como alimento que da la vida, cuando nos dijo “Yo soy el Pan de vida, el que viene a mí no tendrá hambre. El que cree en mí no tendrá sed”.
Es como un poderoso jeque que en el desierto nos ofrece su asilo y hospitalidad frente a los enemigos que rondan para asaltarnos. Su bondad y su gracia nos acompañan a lo largo de la vida. Habitaremos en su casa por siempre.
Los pastores del rebaño que Él ama, los pastores que lo representamos a Él, entramos por Él que es la puerta. Eso significa que no hacemos nuestra voluntad y capricho, sino el servicio que se nos manda. Si no hacemos ese servicio los pastores no somos pastores aunque tengamos el título. No basta con tener el título de pastor, hay que ser pastor. Los pastores en la Iglesia somos varios: los padres son los pastores de la familia. Los catequistas son los pastores de los catequizandos. Los sacerdotes somos los pastores de la Parroquia. El obispo es el pastor de la diócesis. Y somos los pastores representando al Buen Pastor, y sólo obrando como Él somos verdaderos representantes suyos.
Los que no obran como Él, los que no quieren la salvación del rebaño sino servirse del rebaño, los que no se ocupan de alimentar al rebaño con el Pan de Vida y con la Vida del Espíritu Santo, los que no están en comunión con Jesús o con sus ministros que le son fieles, los que modifican la enseñanza dando una doctrina acomodada a sus propios gustos, o los que alientan a “recortar” el evangelio y dan parte de la verdad y no la verdad completa, los que hacen decir a la Escritura lo que quieren hacerle decir y no lo que la Palabra de Dios habla, los que manipulan la historia para confundir a la gente con mentiras, los que no buscan honestamente la verdad y siguen desparramando sus errores, son asaltantes y ladrones, asalariados del padre de la mentira.
En cambio, los que son fieles a la verdad, los que son verdaderos discípulos y verdaderos misioneros, los que respetan la comunidad de la Iglesia y su historia, los que aman a los hermanos y están verdaderamente a su servicio, los que transmiten la doctrina de Jesús, los que viven el mandamiento del amor con todas sus implicancias, los que se ubican en su lugar de servicio con el espíritu de los humildes, los que se hacen responsables del rebaño encomendado con la caridad de Jesús, los que testimonian con su vida su adhesión a Jesús y a la voluntad del Padre, los que son firmes en conducir al rebaño sabiendo que la vida del rebaño depende de su diligencia y su entrega, los que son generosos en el servicio del rebaño, los que gastan tiempo en recoger a las descarriadas, a las que se separaron, a las perdidas, ésos son los verdaderos pastores.
Citando a San Agustín: «Consolado por lo que soy con ustedes, pues, con ustedes, soy cristiano, que es gracia y don; para ustedes soy el pastor, que es tarea y riesgo», pidamos al Señor que cada uno de nosotros asumamos el don y la gracia de ser cristianos, y también el riesgo y la tarea de ocuparnos de ser los pastores fieles del rebaño que se nos ha encomendado. Y en especial les ruego que pidan por mí a ese fin. Gracias.
El Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.

viernes, 6 de mayo de 2011

Homilía para el Domingo 3º de Pascua - Ciclo A

Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen, que nos consiga del Espíritu Santo la gracia de entender esta Palabra.
El salmista le dice a Dios: “Protégeme, Dios mío, porque me refugio en ti” porque en el camino de la vida muchas veces nos sentimos desprotegidos, sin defensa, solos y con temores que incluso llegan a ser pánico. En el camino de la vida nos hallamos muchas veces abatidos, confundidos, y aunque miramos no vemos. Nuestros ojos están como necesitados de mucha luz para ver, y no la tenemos cuando la luz depende de nuestros razonamientos, de nuestra percepción de la realidad, de las opiniones que otros comparten con nosotros. No hallamos la punta del ovillo. Y la paz se nos escapa.
El salmista, por su fe, también dice a Dios: “Señor, tú eres mi bien”. Como nosotros también lo decimos. Porque sabemos que Dios nos ama, y que junto a Él hay paz y alegría. Y nuestra fe, aunque sea poca, nos anima a dejar que Dios se acerque a nosotros, porque más nos busca Dios a nosotros que nosotros a Él.
Si lo dejamos acercarse a nosotros podemos bendecirlo como el salmista porque nos aconseja, nos instruye nuestra conciencia, porque está a nuestro lado y por eso no vamos a vacilar. Y se alegrará nuestro corazón, se regocijarán nuestras entrañas y descansaremos seguros, porque nos hará conocer el camino de la vida saciándonos de gozo en su presencia, de felicidad eterna a su derecha.
¿Por qué podemos decir esto con tanta seguridad? Porque el mismo Dios ya lo ha hecho con su Hijo Jesucristo. El salmista afirma que el Señor no lo entregará a la muerte y no dejará que vea el sepulcro, y lo afirma como una profecía de lo que Dios haría con el que nos representa a todos, con el que cargó sobre sus espaldas el dolor y las angustias de todos, con su Hijo a quien resucitó de entre los muertos librándolo de la muerte.
Jesús nos enseñó a ser creyentes, y nos dijo a cada uno “Sígueme”. Y los que lo seguimos nos convertimos en discípulos, y como discípulos aprendemos a ser hijos de Dios, aprendemos a formar parte de la familia de Dios, y aprendemos a participar de las obras de la familia de Dios, es decir, del amor que efectivamente ama, crea, redime y transforma todas las cosas para bien de todos.
El Señor resucitado sigue hoy apareciendo en el camino, y aunque nosotros no lo reconozcamos Él sí nos reconoce y nos habla, se mete en nuestra mente y nos aclara las ideas, se mete en nuestro cuerpo y nos alimenta, se mete en nuestro corazón y nos inflama con sus palabras de amor. A Jesús, sus palabras y su Pan que da la vida los recibimos en la Eucaristía, que celebramos en el camino de la vida.
El poder celebrar la Eucaristía es más que tener un tesoro, porque es el encuentro con Jesús vivo y que por los signos sacramentales se me da concreta y efectivamente.
La Eucaristía se celebra en comunidad, en familia, con el corazón abierto a los hermanos, con el corazón dispuesto a abrirse a todos. Y abrimos el corazón desde el principio, pidiendo perdón, reconciliándonos, reconociéndonos pecadores y asumiendo nuestras culpas, y orando unos por otros para que la misericordia de Dios nos toque y transforme.
La Eucaristía es el ámbito más apropiado para escuchar la Palabra de Dios en comunidad, porque Jesús que es la Palabra hecha carne es la expresión de lo que Dios quiere decirnos. Escuchar la Palabra en la Eucaristía es también recibir a Jesús en todo su ser.
La Eucaristía es el momento donde experimentamos la presencia de Jesús resucitado, vivo y vivificante, porque nos da su Espíritu que nos transforma, que modifica nuestra conducta, nuestra manera de pensar, nuestros sentimientos y hace desaparecer nuestras angustias y nuestro abatimiento por el cansancio del camino de la vida.
La Eucaristía es el lugar de la amistad y de la fraternidad con la familia de los creyentes. Es el lugar del canto gozoso, de la oración confiada, de la expresión feliz de la comunión.
Nuestras Eucaristías adolecen de muchas cosas de esto que he mencionado, y las señalo para que las trabajemos y nos transformemos en una comunidad viva.
Pasemos de “venir a misa” a “venir a celebrar la Misa”.
Pasemos de llegar a la hora que empieza a llegar antes, para preparar el corazón con tiempo, para orar previamente, para ensayar los cantos, para ayudar en lo que haya que ayudar, para practicar la lectura si tengo que leer, etc.
Pasemos de vivirla como una obligación a vivirla como una invitación que Jesús mismo nos hace.
Pasemos de ir con la actitud pasiva de ver un espectáculo a la actitud activa de hacer la fiesta de la vida con los hermanos.
Pasemos de mirar a los otros como otros a verlos como hermanos.
Pasemos de llegar tarde a llegar temprano.
Pasemos de llegar con desconfianza de los demás a llegar y saludar.
Pasemos de oír las lecturas a escuchar al Señor que habla por las lecturas.
Pasemos de hacer las oraciones de memoria sin sentirlas a decirlas comprendiendo lo que decimos.
Pasemos de decir el credo a expresar nuestra fe en el credo con el gozo de los convencidos.
Pasemos de contestar distraídos a las oraciones de los fieles a contestar comprometidos a esa oración.
Pasemos de dar una limosna a hacer una ofrenda.
Pasemos de mirar lo que hace el sacerdote a acompañar los gestos de Cristo que el sacerdote hace.
Pasemos de pasar la consagración sin arrodillar el corazón ante Dios a arrodillar el corazón, la mente, el entendimiento, la memoria, los sentimientos, los deseos, las decisiones, los recuerdos, los afectos, incluso nuestro cuerpo si podemos ante la presencia sacramental de Jesús.
Pasemos de rezar el padrenuestro apurados a rezarlo sintiendo lo que decimos y con el gozo de los hijos que hablan al Padre amado.
Pasemos de dar la paz obligadamente a dar la paz sinceramente.
Pasemos de recibir la hostia a comulgar con todo nuestro ser con Jesús y con los hermanos.
Pasemos de buscar sentirnos bien a buscar amar bien.
Pasemos de buscar la paz a llevar paz.
Pasemos de terminar la misa habiendo cumplido a continuar la misión de llevar lo que hemos visto y oído a los que no vinieron a Misa.
Pasemos de irnos rápido a quedarnos saludando y compartiendo con los hermanos, interesándonos por la vida y situación de los otros a los que podemos ayudar.
Pasemos de escapar de los demás a compartir con los demás.
Pasemos de ser individuos que cumplen con Dios a ser una comunidad que adora unida a Dios y que lo glorifica con la vida.
Pasemos de ser un tipo de personas dentro del templo y otro fuera del templo, a ser testigos de Jesús resucitado dentro y fuera del templo.
Pasemos de ser personas que vienen solas a misa a ser personas que invitan a todos, concreta y sinceramente, a celebrar la Eucaristía y a encontrarnos con Jesús en familia con toda la Iglesia.
Si lo anterior lo hemos hecho, esto último será fácil.
Dios bendito nos bendiga con el don de vivir la Eucaristía como realmente debe ser. Y la Hermosa Madre nos acompañe.