viernes, 29 de abril de 2011

Homilía para el Domingo 2º de Pascua - Ciclo A

Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen, que nos consiga del Espíritu Santo la gracia de contemplar la misericordia de Dios.
La gracia de Dios, el amor de Dios, es más fuerte que el pecado y que la muerte. La maravilla de este amor es que es eterno, es decir, desde siempre y para siempre, y además, es por eso fiel y entrañablemente misericordioso.
Al resucitar el Padre a Jesús de entre los muertos establece la condición y dignidad humanas en su más alto grado: el de la comunión eterna con Dios. No hay cosa más grande para el ser humano que poder mantener una relación personal y permanente con Dios. Todas las creaturas de la tierra le están sometidas para que pueda servirse de ellas para subsistir y para crecer en su humanidad, en sus capacidades más nobles. La historia misma es la escuela donde va aprendiendo a crecer y a madurar en el amor, en la libertad, en la inteligencia y en el obrar haciendo el bien. Su mismo espíritu no descansará hasta que no esté en la comunión permanente con el Dios que es Espíritu. Su propia identidad le asegura un trato personal con Dios, autor de su existencia y de su identidad, porque Dios hizo al ser humano a su imagen y semejanza.
A pesar de todos estos dones el ser humano ha decidido recorrer el camino de aprender por sí mismo qué significa ser humano, y al aprenderlo por sí mismo eligió el camino más difícil, porque, aunque fascinante, ser rebelde a la educación, ser rebelde a la formación, a la pedagogía de Dios, le ha hecho padecer enormes pérdidas, como la de la inocencia, por ejemplo.
La rebelión provocó necedad. La necedad provocó ofuscamiento de la inteligencia. La pérdida de la inteligencia quitó libertad. La poca libertad dejó que la malicia aprisionara. La prisión se volvió condena. La condena se volvió muerte. El ser humano ha padecido por el pecado la muerte.
Ningún ser humano podía salvar a ningún ser humano, porque todos pecaron.
Fue esa realidad la que hizo obrar a Dios de una manera portentosa, movido por su fidelidad a la humanidad: sólo Dios podía salvar al hombre y restituirlo a su imagen original, a su propia identidad, a la libertad que le fue asignada, a la claridad de la inteligencia que lo hiciera capaz de ver a Dios en todas la creación y en la historia, al poder obrar con la nobleza y grandeza del que por amor busca siempre el bien concienzuda y comprometidamente.
Y el Padre eligió para esto enviar a su Hijo unigénito al mundo para que hecho hombre nos restituyera la dignidad de seres humanos, y nos elevó a la condición de hijos de Dios por adopción. El Hijo de Dios hecho hombre, Jesús, en su amor infinitamente misericordioso por los seres humanos, nos invitó a cambiar de mentalidad, a cambiar el corazón, a dejarnos llenar de su Espíritu, a dejarnos transformar, y por eso nos perdonó, nos liberó, nos sanó, nos enseñó, nos amó hasta el extremo dándonos su vida misma como alimento y como propiciación por nuestros pecados.
No hay pecado que el Señor no pueda perdonar a quien no rechace el amor de Dios. Hoy es un día para contemplar el corazón abierto de Jesús del que mana sangre y agua, vida y vida nueva. Para contemplar el costado abierto de Jesús del que nace la Iglesia, como del costado de Adán nació Eva. Para contemplar la bendición permanente de Jesús que sólo tuvo un Sí para el mundo. Para dejarse bañar por la gracia y ser transformados en misericordiosos como Él.
Quien contemple sinceramente ese amor misericordioso en extremo quedará embargado de alegría y de gozo, de dulzura y de paz, porque experimentará el perdón y la liberación, le abrirá el corazón para acoger a todos los seres humanos como hermanos, sentirá el amor infinito de Dios que lo ama incondicionalmente, y se dejará amar. Verá y obrará milagros. Gozará tanto que anunciará a sus hermanos a Jesús que le ha salvado. Sostendrá en la esperanza y consolará a los abatidos. Hará obras maravillosas de amor por los demás, especialmente por los más necesitados. Abandonará toda tristeza e idolatría y se entregará completamente al Señor para servirlo. Servirá a los hermanos como al Señor y con el amor del Señor. Perdonará toda ofensa y se volverá totalmente generoso y pacífico. Amará entrañablemente a sus hermanos en la fe, promoviendo la comunión y alentando a la participación en la vida eclesial fraternal, servicial y misionera. Gozará de la liturgia celebrando con la comunidad a la Trinidad amorosa que nos ha rescatado. Atenderá con solicitud a todos con la humildad de los que dejan pasar a Dios hacia los demás. Se sentirá llamado como Iglesia al desposorio con su Esposo Jesús en la comunión más plena y profunda del martirio. Será feliz abrazando su cruz y siguiendo al Señor.
Que el Señor bendito y la hermosa Madre nos ayuden a dejarnos transformar por su divina misericordia.

sábado, 23 de abril de 2011

Homilía para Domingo de Pascua - Ciclo A


Que nuestra hermosa Madre nos acompañe en la meditación de la Palabra y que nos consiga del Espíritu Santo la gracia de entenderla.

¡Jesús ha resucitado! canta y celebra y anuncia la Iglesia fiel que ha sido testigo de su presencia vivificadora a lo largo de las generaciones.
¡Jesús ha resucitado! anuncia exultante y siente que sus fuerzas se renuevan, que su esperanza se afianza, que sus cadenas fueron rotas para siempre.
Y la Iglesia viva, la del pueblo fiel al Señor Jesús, la Iglesia que es discípula y no sólo creyente, siente que lo nuevo y maravilloso de Dios ya se ha instalado para siempre. No teme la Iglesia ya a nada, porque el pecado, el mal y la muerte ya fueron vencidos para siempre.
Saborea ya la Iglesia, el gusto de la victoria lograda por el Maestro. Saborea ya la dulce copa de la salvación. Saborea ya el Pan de Vida. Ya la Iglesia se sacia de manjares exquisitos en el banquete pascual del amor victorioso de Dios.
Todas sus sombras son borradas. Porque aunque se sabe una Iglesia pecadora y de pecadores y para pecadores, ha sido embellecida por el amor infinito e incondicional de su Esposo que la purificó con su sangre, la colmó de su misericordia y la envió a derramar misericordia con todos. Y por eso la Iglesia se siente la novia renovada, rejuvenecida, enriquecida, adornada con joyas, preciosa por el que se dejó despreciar, embellecida por el que nadie podía contemplar de tan destrozado que estaba, perdonada por el que cargó sobre sí nuestras rebeldías.
La Iglesia se anima por eso a mirar con gozo su entorno y a acoger a todos los que buscan la vida, porque para ellos tiene la vida en abundancia que ha recibido de Jesús resucitado. Se anima, también, a ser misericordiosa con quien busca misericordia. Se anima a ser solidaria y desprendida porque sabe que tiene bienes inmensamente más valiosos que los materiales, y por eso se anima a compartir todo lo que haga falta con tal de que no sufran más los pobres. Se anima a anunciar y enseñar la verdad sobre la persona humana y su dignidad, y enseñará siempre que las personas están por sobre las cosas, sobre las estructuras, sobre los modelos económicos, sociales, culturales y pastorales. Proclamará el valor de la vida de todo ser humano, desde que es concebido hasta su muerte natural. Velará por los necesitados, desprotegidos, los niños en riesgo, los enfermos, los adictos, los ancianos, los trabajadores, los estudiantes, los matrimonios, las familias, los solos, los débiles, los marginados, los excluidos y desplazados, los pecadores todos, para darles un hogar, un ámbito donde son considerados familia, donde cada uno es valorado y respetado por estar.
Muchos se preguntarán si esto que digo no es más que un sueño, porque me dirán que la realidad de la Iglesia es otra. Y yo digo que sí, que la Iglesia verdadera vive esto, y que la otra no es aún la verdadera Iglesia, pero si va cambiando y convirtiendo su corazón, va en camino de ser la verdadera Iglesia viva y santa, esposa de Jesús resucitado. No es la Iglesia feliz la que vive presa del miedo, la que vive angustiada porque ve que sus fieles se van a otras iglesias. Por el contrario, se pregunta, con profunda humildad, qué ha hecho para que esos que se fueron vieran que irse era lo mejor. Se pregunta por qué no vive feliz, por qué impone la ley de Dios y no la vive con el gozo de los enamorados, por qué no contagia, por qué se queda en las apariencias, por qué se queda en los ritos y en las manifestaciones exteriores de la fe como algo para ostentar y no vive iluminada por la fe en su toma de decisiones, en cómo y por qué y para qué gasta el dinero, en cómo y por qué y para qué habla, obra, y vive. La comunidad de la Iglesia en muchos lugares no es una comunidad, hay individuos, pero no familia. Hay hipocresía y fariseísmo. Hay control y opresión. Hay vacíos que no se llenan nunca. Hay ovejas perdidas que nadie va a buscar. Hay estructuras que terminan ahogando y no sosteniendo la vida de la comunidad. Muchas familias llegaron a perder el gozo de vivir la fe en familia. Los jóvenes ya no creen a los mayores. Y los viejos están solos.
Pero esta es la Iglesia que recibe el anuncio para que cambie, para que se goce, para que se vea libre, y comience a disfrutar el camino que tiene que recorrer para estar en la Pascua del Señor. Los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su Nombre.
Por eso digo que la Iglesia verdadera sí vive esto y eso se ve en los que se convirtieron, en los que dejaron transformar, en los que se encontraron personalmente con Jesús y lo escucharon y se dejaron tocar el alma y se la entregaron. Se ve en los que hacen el bien siempre sin mirar a quién, se ve en los que día a día brindan su amor desinteresado, en los que ayudan siempre, en los que aunque cansándose dan un poco más de lo que le piden. Se ve en esos santos anónimos que nos rodean. Se ve en los que respetan a las personas porque saben del valor central de la persona humana en toda la estructura social y cultural y económica. En los que no se ocupan tanto de rezar como de hacer el bien y oran siempre para alabar a Dios por todo. En los que buscan los bienes del cielo pero no huyen de los hermanos. 
La Iglesia de los discípulos disfruta la Pascua. La de los creyentes la anhela. Los discípulos se alegran de que la tumba esté vacía, porque si no hay cuerpo no hay muerto. El Señor Jesús resucitó y eso es novedad total, transformación total, nueva creación. Paso liberador de Dios. Los discípulos por eso viven resucitados.
Que María Santísima nos acompañe en nuestra misión para contar al mundo lo que hemos visto y oído.
Que el Señor bendito y la Hermosa Madre los bendiga mucho.

viernes, 22 de abril de 2011

Homilía para el Viernes Santo - Ciclo A

Primero pidamos a la Virgen María, nuestra hermosa Madre, que nos consiga del Espíritu Santo el don de entender esta Palabra de hoy.

La profecía de Isaías, varios siglos antes de Jesús, describe detalladamente el sufrimiento del Siervo que salva a todos con su muerte. Parece haber contemplado la pasión de Jesús. Y como toda profecía no provocó lo profetizado sino que una vez que se produjo lo que había sido profetizado sirvió para interpretarlo correctamente.
Sin la profecía, sin la revelación del plan amoroso de salvación de Dios, no hubiera tenido sentido de salvación tanta crueldad con un hombre. Hubiera pasado como otra historia más de tortura y muerte donde los curiosos miran y no hacen nada.
Pero en la profecía se dice: “Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande”, “Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos”. Dos frases en las que habla Dios.
Y también dos frases en las que habla el profeta: “Él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias”, “El fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados”.
La Iglesia recuerda hoy volviendo a escuchar el relato de la Pasión de Jesús cómo y a qué precio hemos sido salvados. Sólo el infinito amor de Dios manifestado en Jesús, nuestro Señor, ha hecho posible nuestra redención. Sólo un amor tan grande como el que tuvo Jesús por nosotros le dio la fortaleza para cargar sobre sí todos nuestros sufrimientos y dolencias, nuestras rebeldías e iniquidades. Todo el castigo que era para nosotros lo padeció Él para que gozáramos de la libertad.

Y hoy, que recordamos a Jesús en su pasión y muerte, la Iglesia es invitada, nuestra comunidad eclesial es invitada a contemplar al crucificado Jesús sin quedarse en el mero lamento de su dolor: somos invitados a una conversión que abarca muchos aspectos, como son
  • el tomar conciencia de nuestra responsabilidad en su pasión y en la pasión y muerte de muchos hermanos a quienes hacemos sufrir.
  • el decidirnos a colocarnos a su lado como discípulos, cargando nuestra cruz y asumiendo padecer la crucifixión con el mismo amor y el mismo motivo que lo movió a Jesús: salvar.
  • el obrar de tal manera que bajemos de la cruz a los crucificados de hoy.
  • el hacer lo posible, sin excusas, por cambiar el modo de las relaciones humanas para desterrar la violencia, la opresión y el daño que provocan los egoísmos, el odio y la malicia.
  • el perdonar siempre y todo.
  • el obrar como generosos y no como temerosos.

Los frutos de nuestra conversión se ven en el trato con los demás, en las acciones y no en las intenciones. Los creyentes creen en Dios, pero los discípulos obran como Jesús. Y puede también el Señor hoy encontrar que sus discípulos huyen. Por eso, vigilemos y oremos para no caer en la tentación de huir, de cerrar los ojos y oídos a los clamores de los crucificados de hoy. Jesús fue el crucificado para que no hubiera más crucificados. A los discípulos nos toca bajar de sus cruces a los crucificados de hoy, consolándolos y atendiéndolos con el amor con que nos amó Jesús.

El Señor bendito nos bendiga con el don de ser auténticos discípulos, y su hermosa Madre nos acompañe en nuestra misión.
 

jueves, 21 de abril de 2011

Homilía para el Jueves Santo - Ciclo A


Lectura del libro del Exodo (12, 1-8. 11-14): El Señor dijo a Moisés y a Aarón en la tierra de Egipto: "Este mes será para ustedes el mes inicial, el primero de los meses del año. Digan a toda la comunidad de Israel: El diez de este mes, consíganse cada uno un animal del ganado menor, uno para cada familia. Si la familia es demasiado reducida para consumir un animal entero, se unirá con la del vecino que viva más cerca de su casa. En la elección del animal tengan en cuenta, además del número de comensales, lo que cada uno come habitualmente. Elijan un animal sin ningún defecto, macho y de un año; podrá ser cordero o cabrito. Deberán guardarlo hasta el catorce de este mes, y a la hora del crepúsculo, lo inmolará toda la asamblea de la comunidad de Israel. Después tomarán un poco de su sangre, y marcarán con ella los dos postes y el dintel de la puerta de las casas donde lo coman. Y esa misma noche comerán la carne asada al fuego, con panes sin levadura y verduras amargas. Deberán comerlo así: ceñidos con un cinturón, calzados con sandalias y con el bastón en la mano. Y lo comerán rápidamente: es la Pascua del Señor. Esa noche yo pasaré por el país de Egipto para exterminar a todos sus primogénitos, tanto hombres como animales, y daré un justo escarmiento a los dioses de Egipto. Yo soy el Señor. La sangre les servirá de señal para indicar las casas donde ustedes estén. Al verla, yo pasaré de largo, y así ustedes se libarán del golpe del Exterminador, cuando yo castigue al país de Egipto. Este será para ustedes un día memorable y deberán solemnizarlo con una fiesta en honor del Señor. Lo celebrarán a lo largo de las generaciones como una institución perpetua."
Salmo 115, 12-13.15-18 ¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?  Alzaré la copa de la salvación e invocaré el nombre del Señor. ¡Qué penosa es para el Señor la muerte de sus amigos! Yo, Señor, soy tu servidor, tu servidor, lo mismo que mi madre: por eso rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, e invocaré el nombre del Señor. Cumpliré mis votos al Señor, en presencia de todo su pueblo.
Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los cristianos de Corinto (11, 23-26): Hermanos: Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía». De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memora mía». Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva.
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Juan (13, 1-15): Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: «¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?». Jesús le respondió: «No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás». «No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!». Jesús le respondió: «Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte». «Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!». Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos». El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: «No todos ustedes están limpios». Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes. 

Pidamos, en primer lugar, a nuestra Hermosa Madre, la Virgen que ore por nosotros al Espíritu Santo para que nos conceda la gracia de entender esta Palabra.

La Palabra de hoy nos da el verdadero sentido de nuestras celebraciones litúrgicas. Es decir, nos contestan a la pregunta que muchos se hacen: ¿Por qué hacemos ritos como los litúrgicos? ¿Qué sentido tiene?
En el libro del Éxodo que hoy escuchamos está esta frase: “Este será para ustedes un día memorable y deberán solemnizarlo con una fiesta en honor del Señor. Lo celebrarán a lo largo de las generaciones como una institución perpetua.”
La fiesta solemne sirve de memorial, sirve para el recuerdo y para tomar conciencia de que el mismo efecto de aquella acción salvífica de Dios, aquella liberación realizada por Dios, aquel paso que castiga a los opresores, hoy se realiza. Por eso es memorial, es recuerdo y actualización.
“Todo el bien que me ha hecho” dice el salmo, lo pagaré alzando la copa, ofreciendo un sacrificio de alabanza en presencia de todo el pueblo.
La fiesta es comunitaria. Es litúrgica, es decir, es un memorial que recuerda con signos, ritos, gestos y palabras la obra que el Señor ha hecho para la liberación de su pueblo.
La última cena de Jesús con sus discípulos es esa fiesta litúrgica que el pueblo de Israel tenía rememorando la liberación de la esclavitud. Pero Jesús le da un sentido nuevo e inmensamente más profundo: la liberación no será de un pueblo opresor sino del misterio enorme que nos oprime y nos hace sufrir: el mal, el pecado y la muerte. Y habrá un sacrificio: el suyo propio. Él mismo será entregado como víctima que se ofrece a Dios para celebrar sus dones. Él mismo será el cordero cuya sangre ya no marcará las puertas de mi casa sino mi vida y mi espíritu. Él mismo será el cordero pascual que comeré como alimento para el camino hacia la libertad, y que desde la última cena será bajo las especies de pan y vino. Él mismo será el modelo de pastor que lleva y conduce el rebaño hacia fuentes tranquila y repara nuestras fuerzas. Él mismo dará ejemplo de cómo tenemos que servirnos unos a otros en nuestras necesidades. Él mismo nos dará el mandamiento nuevo: “Ámense unos a otros como Yo los he amado”. Él mismo volverá a decir: “Hagan esto en memoria mía” invitando a celebrar el memorial para recordar y vivenciar hoy el don de Dios, con todos sus efectos salvíficos.
Nuestra comunidad eclesial, el nuevo pueblo de Dios, tiene necesidad hoy de revitalizar su conciencia de ser el pueblo de Dios, de que ha sido salvado a precio de la sangre del Hijo de Dios que nos amó y se entregó por nosotros. Nuestra comunidad eclesial está invitada a transformarse en una comunidad que celebre con gozo la salvación recibida, y que ese gozo contagie y llame a otros a creer. Nuestra comunidad eclesial está convocada para vivir el mandamiento nuevo y para hacer un servicio impecable por el hermano necesitado. Y eso, cada miembro de la comunidad, lo tiene que hacer en el ámbito donde se mueve y vive. El sacerdote tiene que hacer su servicio a la comunidad creyente y a todo el pueblo, pero la comunidad de los laicos, los que no son sacerdotes, reciben también el encargo de amar y servir, cosa que se debe vivir en lo cotidiano, y con la gente que se nos presenta, y la que vemos que necesita. No tenemos que pedir permiso al párroco para hacer el bien, porque es Jesús el que lo manda. Asuma la comunidad de los laicos que es a Jesús al que debe obedecer primero. Asuma también que desde que están bautizados han recibido el Espíritu de Jesús y que deben dejarse guiar por ese Espíritu para obrar como discípulos que han modificado su conducta para vivir, amar, sentir y obrar como lo hizo el Maestro Jesús.
Al vivir amando, al vivir el servicio con la alegría del amor sincero y adulto, al vivir haciendo lo posible para que la liberación llegue a todos, estaremos continuando la obra del Señor, y ofreciendo nuestra ofrenda personal realmente, la ofrenda que quiere el Señor: la liberación de los hermanos oprimidos por cualquier opresión. Por eso, educar es liberar, por eso consolar es liberar, por eso defender la vida y las personas por encima de los bienes materiales es liberar, por eso perdonar es liberar, escuchar es liberar, ayudar y defender es liberar, hacer las estructuras sociales más inclusivas y participativas es liberar, superar los pecados sociales es liberar, cambiar los pecados por actos de amor es liberar, rescatar de las adicciones es liberar, hacer leyes y acciones que eviten los vicios, las tratas de personas, la manipulación de personas, las estafas, los distintos tráficos indebidos, etc, es liberar, por eso hacer fiesta es liberar.
Nuestra comunidad eclesial no debe permitirse caer en la tentación de conformarse con “hacer” la misa. Por el contrario, debe celebrarla disfrutando y bien a conciencia, vivenciarla con la conciencia de que la eucaristía es la celebración de toda la comunidad presidida por Cristo representado por el sacerdote, ministro con el sacramento del orden sagrado e imbuido del Espíritu de Jesucristo.
Nuestra comunidad eclesial tiene la misión que surge de la misma eucaristía: “Vayan y cuenten, evangelicen y liberen a los oprimidos por cualquier clase de mal”. Nos espera mucho trabajo, tenemos que continuar el que estamos haciendo, y fortalecernos para asumir los que el Señor nos presente en cada hermano que nos pida ayuda. ¿De dónde hallaremos la gracia y la fortaleza para saber liberar? De la misma Eucaristía, memorial de nuestra salvación y liberación.
Que el memorial de la Cena del Señor nos entusiasme a ser sus discípulos misioneros hoy con el gozo de los que han encontrado al Mesías y lo siguieron.
Que el Señor bendito y la hermosa Madre los bendigan en todo.

jueves, 14 de abril de 2011

Homilía para el Domingo de Ramos - Ciclo A

Pidamos primero a nuestra hermosa Madre, la Virgen María, para que nos consiga la gracia del Espíritu Santo de entender la Palabra.

Los gritos de Jerusalén, de la gente entusiasmada y admirada por la presencia de Jesús, tienen que ser también nuestros. Nuestro júbilo tiene que resonar por nuestras calles. Y los católicos tenemos que recuperar la alegría de haber hallado al Señor, haber creído en Él, haber sido testigos de sus dones y milagros, de haber escuchado atentamente con corazón de discípulos sus enseñanzas, el haber vivido al Señor resucitado entre nosotros cada vez que nos reunimos en comunidad para celebrar.

Los católicos debemos replantearnos nuestra manera de vivir como católicos. Parecemos no creyentes, parecemos infelices, nos marca mucho la hipocresía, porque usamos a Dios pero no lo servimos, porque a veces hacemos prácticas religiosas como para acallar nuestra conciencia pero no para celebrar la fe que tenemos y profundizarla, porque nos escondemos como creyentes en nuestro trabajo teniendo vergüenza de manifestarnos creyentes porque delataría nuestra conducta hipócrita y mentirosa (no hacemos lo que predicamos), porque reservamos al ámbito privado nuestra fe y no transformamos todo desde la fe, porque somos ignorantes y no conocemos la Biblia, porque la Iglesia nos enseña pero no queremos aprender porque no queremos esforzarnos, porque son poquísimos los que gustan de hacer cursos bíblicos y leer en comunidad la Palabra y profundizarla, porque vivimos como paganos, aceptando cualquier cosa que la vida cómoda imponga, y no nos distinguimos por ser fieles al Evangelio de Jesús, porque hacemos diferencias con los hermanos y nos olvidamos que somos todos hermanos, porque rompemos páginas enteras del Evangelio con nuestra conducta incoherente con nuestra fe, porque cuando recibimos o damos catequesis nos conformamos con aprender algunas cositas y no en convertir nuestro corazón a Jesucristo, etc. etc.

Nosotros tenemos que darnos cuenta que Jesús es nuestro rey y vivirlo como tal. Es decir, darle el lugar de rey en nuestra vida, que a Él servimos y honramos y glorificamos con nuestra conducta. Que no solo lo usamos cuando necesitamos sino que tratamos de hacer que la vida humana toda se construya según el respeto al plan de Dios, el respeto a la naturaleza y a la vida. Debemos abandonar decididamente cualquier conducta que ataque la vida humana en cualquiera de sus etapas. Debemos abandonar decididamente las formas de pensar y las ideologías que nos llevan a faltar el respeto a nuestro Dios. Debemos enseñar con claridad y con el ejemplo que Dios tiene que ser respetado por encima de todo, y por Él todos los demás, según la verdad y según la caridad.

Tenemos, también, que darnos cuenta que Jesús ha venido humildemente, el Hijo de Dios se hizo hombre y tomó nuestra condición humana. Ha venido humildemente sobre la cria de un asna, y no vino con ejércitos ni con tanques, ni con armas de última generación, ni con portentos ostentosos. Simplemente al paso del burrito, mansamente. Su mansedumbre nos tiene que sacudir en nuestra violencia, en los ímpetus nuestros de imponer nuestra manera de pensar a los demás, en las amenazas que frecuentemente nos hacemos unos a otros. Una cosa es enseñar convenciendo y otra pretender adiestrar imponiendo. Para convencer tenemos que estar en la verdad y seguros de estar en la verdad, conocerla y aceptarla, vivirla y disfrutarla, compartiéndola, sí, con humildad, pero con la seguridad que da la misma verdad que cae por su propio peso. Es la verdad la que tiene que convencer, no yo.

La mansedumbre de Jesús sacude también nuestra necesidad de aparatosidad, nuestra necesidad de espectacularidad. Nos convencen las cosas espectaculares, los shows, los grandes escenarios y los despliegues de cosas admirables, pero Jesús nos enfrenta a la más desnuda realidad de su encarnación, es Dios con nosotros, pero hecho servidor como nosotros. Su mansedumbre denota la seguridad de ser Él, y por tanto no necesita de signos de fuerza externos a Él. Le alcanza el burrito, cumpliendo así la profecía.

Tu Rey viene, Iglesia. Tu Rey viene manso y humilde, y espera encontrar su pueblo, su pueblo que lo aclama, no sólo que lo usa. Su pueblo que lo sirve y sigue su ley de amor. No desea un pueblo que en su nombre mate, ni haga daño a nadie de ninguna forma por ningún motivo. Desea un pueblo vivo comprometido por hacer más digna y feliz la vida de todos, especialmente de los más pequeños, de los más pobres, de los más desgraciados. Un pueblo que sea misericordioso y que reconcilie a todos con todos. Un pueblo pacífico y honesto. Un pueblo humilde pero firme ante los arrogantes. Un pueblo que no se esconda tras la cobardía o la intolerancia, sino que tenga por gloria el cargar la cruz del amor verdadero, constante y fiel. Este Rey quiere que yo, que tú, que ella y él, que nosotros todos seamos su pueblo, la Iglesia viva, su esposa, su enamorada, su amante esposa fiel que se siente feliz de amarlo y honrarlo toda la vida.

Que esta Semana Santa se te renueve el alma cuando veas el rostro del Señor en la cruz, entregado por ti. Que el ejemplo de María, de pie al pie de la cruz, nos dé fuerzas cuando la debilidad nos quiera hacer huir. Que Dios bendito nos bendiga y nos haga recibir a nuestro Rey con fe renovada.

miércoles, 6 de abril de 2011

Homilía para el 5to Domingo de Cuaresma - Ciclo A


Lectura de la Profecía de Ezequiel (37, 12-14): Así habla el Señor: Yo voy a abrir las tumbas de ustedes, los haré salir de ellas, y los haré volver, pueblo mío, a la tierra de Israel. Y cuando abra sus tumbas y los haga salir de ellas, ustedes, mi pueblo, sabrán que yo soy el Señor. Yo pondré mi espíritu en ustedes, y vivirán; los estableceré de nuevo en su propio suelo, y así sabrán que yo, el Señor, lo he dicho y lo haré –oráculo del Señor-.
Salmo 129 (130): Desde lo más profundo te invoco, Señor, ¡Señor, oye mi voz! Estén tus oídos atentos al clamor de mi plegaria. Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir? Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido. Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su palabra. Mi alma espera al Señor, más que el centinela la aurora. Como el centinela espera la aurora, espere Israel al Señor, porque en él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia: él redimirá a Israel de todos sus pecados. 
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma (8, 8-11): Hermanos: Los que viven de acuerdo con la carne no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo. Pero si Cristo vive en ustedes, aunque el cuerpo esté sometido a la muerte a causa del pecado, el espíritu vive a causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes.  
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan (11, 1-45): Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, el que tú amas, está enfermo». Al oír esto, Jesús dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: «Volvamos a Judea». Los discípulos le dijeron: «Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?». Jesús les respondió: «¿Acaso no son doce la horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo;  en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él». Después agregó: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo». Sus discípulos le dijeron: «Señor, si duerme, se curará». Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo». Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él». Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro Días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dio a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día». Jesús le dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?». Ella le respondió: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo». Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: «El Maestro está aquí y te llama». Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los Judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó adonde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado,   preguntó: «¿Dónde lo pusieron?». Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás». Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!». Pero algunos decían: «Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?». Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y le dijo: «Quiten la piedra». Marta, la hermana del difunto, le respondió: «Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto». Jesús le dijo: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?». Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!». El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: «Desátenlo para que pueda caminar». Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.

Pidamos a nuestra hermosa Madre, la Virgen, que ruegue al Espíritu Santo para que nos conceda la gracia de entender esta palabra de hoy.

¡Qué tremenda y maravillosa promesa nos ha hecho Dios y cómo la hizo realidad en Jesús!
La promesa de sacarnos de la muerte ha sido insuperable, porque es la situación más terrible que tengamos que asumir. Muchísima gente tiene miedo a la muerte, y otros sienten bronca ante la muerte. Sólo los necios o los desesperados desean la muerte. Sólo unos pocos, muy pocos, aceptan con paz la muerte en comunión con Dios.

Generalmente gritamos como el salmo: ¡Desde lo más profundo te invoco, Señor! Esa profundidad, esa hondura, es la sensación de nuestra propia situación, el sentirnos en la zona opuesta a la cumbre del monte donde encontrar a Dios se hacía más fácil. Quien está metido en un pozo sólo puede alzar su voz para que llegue a la superficie y lograr ser escuchado. Con el salmista elevamos nuestra voz hasta Dios para que en su amor benevolente se incline hasta nosotros y nos rescate.
¡Tantas situaciones de dolor y sufrimiento nuestras son como estar en un abismo! Muchas veces nos sentimos más muertos que vivos. Incluso cuando pensamos en nuestra muerte o en nuestros muertos, estalla nuestro clamor al Dios que ha hecho la promesa de sacarnos del sepulcro. Y cuando sufrimos ¿cuántas veces nos quejamos e increpamos a Dios, pidiéndole que termine nuestro dolor y nuestro sufrimiento?
Si nuestros sufrimientos son causados por nuestros pecados, pareciera a los ojos de muchos que no tendríamos derecho a pedir ayuda a nuestro Dios. Sin embargo, ¿a quién otro podemos recurrir que pueda perdonarnos y sanarnos? “Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir?”
“De ti procede el perdón y así infundes respeto”.
Porque el Señor es misericordioso podemos acercarnos a Él con toda confianza y con sumo respeto, sabiendo que Él nos mira en nuestra real situación.
Dejarse mirar y esperar, ahí, en la hondura y en la debilidad mayor, ahí, en la desnudez y en la vergüenza, ahí, con la esperanza de que su corazón se incline hacia nosotros y nos ame: es la misma espera del que está en el sepulcro y que por estar muerto nada puede hacer.

Lázaro nos representa. Esperando. Sus hermanas claman al Señor Jesús, pero no le piden que lo resucite porque no sabían que Él podía hacerlo. Es la oportunidad de Jesús de revelarse y de revelar la inmensidad del amor del Padre que lo escucha y devuelve la vida al hombre. Jesús se revela como la Resurrección y la Vida. El que crea en Él aunque muera vivirá.
Yo, Lázaro, espero en Él, en medio de mi muerte. Yo creo en Él, en medio de mi agonía. Yo le creo a Él, en medio de mis tinieblas. Yo espero en Él, en lo profundo del abismo en el que estoy. Y lo hago con la alegría de haberme sentido escuchado. Y en medio de mis tinieblas comienzo a ver al que es La Luz del Mundo. En medio de mi agonía Él me fortalece nuevamente. En medio de mi muerte, su palabra resuena fuerte: “Sal fuera” y me levanta, resucitándome para que viva.
Sin dudas creeré en Él, porque Él me amó.
Sin dudas creeré en Él, porque Él me liberó del mal, del pecado y de la muerte.
Sin dudas creeré en Él y lo amaré con todas mis fuerzas, para que mi corazón beba del suyo, de donde mana el agua de la vida.

Ningún Lázaro de nuestro mundo tiene que quedar sepultado sin escuchar la voz de Jesús, y nosotros sus discípulos tenemos que hacer resonar su voz con el gozo de los enamorados, con la alegría de los salvados, con el entusiasmo de los enloquecidos por el amor.
La Iglesia tiene un mensaje de vida impresionante, y hace falta desatar las vendas de todos los resucitados para que puedan caminar y evangelizar.
Si nos vamos dando cuenta de las ataduras que tenemos que nos impiden salir de nuestros sepulcros es que ya está llegando a nosotros la luz de la palabra de vida que nos llama a salir.
¡Cómo no nos vamos a animar a desatarnos las vendas! ¡Cómo no nos vamos a ayudar a desatarnos unos a otros! La gente necesita a Jesús, y nosotros, los que de verdad lo tenemos vivo y glorioso en nuestro corazón lo tenemos que dar. ¡Demos nuestro testimonio de lo que Jesús ha hecho con nosotros!

Que María nos anime en la evangelización que tenemos que hacer. Dios bendito y la hermosa Madre los bendiga en todo.