jueves, 9 de junio de 2011

Homilía para el Domingo de Pentecostés - Ciclo A

Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen María, que pida para nosotros que el Espíritu Santo nos llene de sus dones.

La Iglesia es un misterio. Es una organización guiada misteriosamente por el Espíritu Santo. Y cuando hablamos de misterio no decimos que es algo que no se puede conocer, sino que es una realidad que supera nuestra capacidad intelectual, nuestra capacidad humana, nuestra capacidad de organización, etc. Porque interviene Dios de una manera particular, espiritual, guiando a la Iglesia, para que se organice, para que madure, para que crezca en el conocimiento de Dios, para que comprenda lo que Jesús enseñó, para que viva una caridad creciente, para que sea valiente en el testimonio misionero, para que tenga fortaleza en el martirio, para que responda a las necesidades de los que sufren de múltiples formas, para que transmita la verdad y la anuncie, la explique y la celebre, para que goce de Dios y se anime en la lucha diaria, para que se compadezca de los débiles con la misma compasión de Jesús, para que llegue la Iglesia a los pastos buenos, a las aguas tranquilas, a la gracia de la vida eterna, para que reconcilie a los hombres con Dios y entre sí.
El Espíritu es un misterio, porque habitualmente tenemos imagen de padre y de hijo, pero no nos es tan fácil una imagen unívoca del Espíritu, por eso lo llamamos de muchas maneras: aliento, viento, soplo, fuego, fuerza, don, etc. Tan inmanejable como cada una de esas cosas, porque se mueven con independencia de nuestras capacidades, y como don tiene la característica de la gratuidad. El Espíritu es el don de Dios, el don que Dios hace de sí mismo, la tercera persona de la Santísima Trinidad que une al Padre y al Hijo y que nos involucra a nosotros en ese amor por generosidad absoluta.
Al venir a los discípulos como lenguas de fuego otorga una novedad a los discípulos que los motiva y enardece en su fe y en su testimonio. Ya no tienen miedo, poseen la fuerza del Espíritu. Ya no tienen la falta de experiencia profunda de Dios, ahora saben quién es Dios, y pueden dialogar con Él de una forma nueva, de una manera íntima al grado de la simbiosis: el Espíritu vive en nosotros y nosotros en Él.
Es el Espíritu prometido por Jesús a sus discípulos en la última cena. Es el Espíritu entregado por Jesús al momento de morir, es el Espíritu enviado por Jesús una vez que ascendió a los cielos. El Espíritu Santo guía desde ahí a la Iglesia, haciéndola cada vez más capaz de conocer los misterios del Reino, cada vez más obediente y fiel a su Maestro, cada vez más libre.
La tarea del Espíritu no está terminada. La Iglesia aún tiene mucho que aprender, mucho que profundizar, y mucho que crecer en la comunión entre sus miembros. Pero cada uno de sus miembros debe abrirse verazmente al Espíritu, debe dejarse transformar por el Espíritu, debe aprender a escucharlo y escucharlo siempre para obedecerle con prontitud. Es posible entristecer al Espíritu, tomarlo en parte, acallarlo más o menos rápido, porque el Espíritu es respetuoso. Su ímpetu siempre está sujeto a nuestro querer. Somos responsables de seguirlo y de no seguirlo. Él actúa con libertad en los dóciles y humildes, pero se retira de los testarudos y soberbios. Él inspira a quien está en silencio para escuchar su suave voz. Pero no dice nada a quien pretende sonsacarle los designios de Dios. Él consuela a quien con humildad y mansedumbre le clama, pero guarda silencio cuando le gritan. Él ama a todos y lleva al amor a todos, por eso se retira cuando no hay amor, cuando no hay perdón, cuando no hay gratuidad, cuando hay uso y abuso del otro, cuando hay prepotencia, cuando hay rebelión, cuando hay mentira y celos, cuando hay recelos y desconfianzas, cuando hay agresiones y odio.
Cada uno de nosotros en la Iglesia tiene que admirar el designio de Dios de hacernos participar de la gran reconciliación de todos. Y disponerse a aportar con su propio esfuerzo a esa gran meta: que todos seamos uno. La unidad no es uniformidad, es comunión, es encuentro. Hagamos lo posible por unir y no por desunir, pero unámonos en lo que hay que unirse, es decir, en la verdad, por el amor, para gloria de Dios.
Si no es en la verdad no es en el Espíritu. Si no es en el amor no es en el Espíritu. Si no es para gloria de Dios, no es en el Espíritu. Vivir en el Espíritu es delicioso pero inmensamente arduo porque nuestro espíritu no se adecua fácilmente a la voluntad de Dios, porque la rebeldía ha minado nuestro corazón. Habrá que trabajar mucho en controlar los propios impulsos para que no nos alejemos del querer de Dios. Habrá que animarse valientemente a la obediencia y a la docilidad al Espíritu. Pero no todo pasa por entender primero, sino por escuchar primero al Espíritu, que tiene una voz muy suave, y hay que estar muy atento para poderlo escuchar, no sea, como decía Calasanz, que pase de largo sin fructificar. Una vez que escuchemos y obedezcamos con el tiempo entenderemos los designios de Dios.
Pentecostés es un hecho que aún continúa, gracias a Dios.
Que María nos ayude a obedecer al Espíritu, a caminar según Él, y compartir con los demás sus inspiraciones.
El Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.

1 comentario:

miriam dijo...

"La Iglesia es un misterio...Dios interviene guiándola para que madure, para que viva una caridad creciente, para que reconcilie a los hombres con Dios.
El Espíritu es u misterio, por eso lo llamamos: aliento, viento, soplo...al ir a los discípulos los motiva...ya no tienen miedo...guía a la Iglesia haciéndola cada vez mas libre.
La Iglesia aún tiene mucho que aprender, que profundizar, que crecer...por eso cada uno de sus miembros debe dejarse transformar por el Espíritu.
Cada uno de nosotros en la Iglesia tiene que admirar el designio de Dios.
Una vez que escuchemos y obedezcamos, con el tiempo, entenderemos los designios de Dios."

extraje esto, pues creo que, a mi entender, es el mensaje de esta homilía.
ante estas palabras, pidamosle al Señor que nos guíe en nuestro diario accionar para: escuchar, obedecer y así poder, con el tiempo, entender lo que Dios me pide como miembro de una Iglesia que debe caminar hacia el reino DANDO TESTIMONIO de Jesús.
Seamos discípulos de Jesús, caminemos sin miedos pues Él no deja nunca de acompañarnos.
vivimos en una sociedad difícil, convulsionada, donde cada uno es una isla y solo se vé a sí mismo y nuestro gran desafío como Iglesia de Jesús, es convertir el YO de cada uno en un NOSOTROS donde prime el amor al prójimo y la solidaridad.
parece utopía, pero no lo es. como Iglesia, somo cuerpo imperfecto de una cabeza perfecta (Jesús), entonces, dejemonos guiar por la cabeza, respondamos a lo que la cabeza nos ordena y así creceremos, maduraremos y caminaremos hacia Él.

que Dios nos bendiga siempre