viernes, 3 de junio de 2011

Homilía para el Domingo de la Ascensión del Señor a los cielos - Ciclo A


Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen María, que pida para nosotros del Espíritu Santo el don de entender esta Palabra.
·         Mt 28, 16-20: Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de Él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo».
La montaña donde Jesús nos cita hoy es el mundo actual, esta época, y este cambio de época. Muchos cambios se están dando, y otros se están provocando, y en estos cambios Jesús nos convoca a dar su Palabra, a dar la verdad, a darlo a Él, camino, verdad y vida.
Algunos de nosotros se postra ante Él, y otros dudan. Siempre se dará la duda, entre sus mismos discípulos, porque la adhesión a Jesús, a su persona y a su mensaje, no es automático, no es algo externo, no es colocarse un pin, un broche, una camiseta o una medalla, ni siquiera una cruz al cuello. La adhesión a Él o es de corazón, es desde lo más interior nuestro, con toda nuestra alma, nuestra conciencia, nuestra mente, nuestras fuerzas, todo nuestro ser o no es. Y a veces nuestro interior está cerrado, o hay lugares donde no se da la apertura que Jesús requiere.
Pero Él dejó su Espíritu que delicadamente, respetuosamente, tenazmente, llama y llama, espera y espera, conquista dando regalos y dones que nos van haciendo abrir las puertas interiores, y al mismo tiempo que va entrando vamos comprendiendo, paulatinamente. El Espíritu no es algo individual, no es algo que se me dé a mí como individuo independiente y separado de los demás. El Espíritu se da para que cada uno decida unirse a los otros, y cuantos más compartimos nuestra fe y nuestra adhesión a Jesús más se derrama el Espíritu y más luces nos da. Por eso el Espíritu es el que guía la Iglesia en su caminar, y también guía hacia la Iglesia. El Espíritu lleva a la comunión, porque todas las diversidades, la multiforme gracia de Dios, los multiformes dones de Dios, tienen un solo origen: El Espíritu Santo. Por eso en la Iglesia no hay uniformidad sino comunión, no hay común-unión, sino encuentro, no hay cercanía sino unidad.
Y ese Espíritu es el Espíritu que Jesús resucitado envía desde el Padre, porque Él ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Todo poder, y el poder sobre todo. Nada, absolutamente nada, queda fuera del poder de Jesús, el Señor. El que dude de ese poder es que no ha comprendido la magnitud del hecho de la resurrección y de la ascensión, no ha comprendido la grandeza del misterio pascual: la pasión, muerte y resurrección de Jesús. En ese misterio pascual hemos sido redimidos, salvados y liberados. Por la pasión, fuimos liberados del pecado, porque su amor generosísimo pagó nuestras deudas de amor con el Padre y con todos. Por la muerte fuimos liberados del maligno porque en el instante antes de morir Jesús entrega su espíritu al Padre y no al maligno, y el maligno se quedó sin su presa. Por la resurrección fuimos liberados de la muerte porque su resurrección es la primicia de nuestra resurrección porque estamos en Él y unidos a Él por su Espíritu que nos fue dado.
La ascensión de Jesús es la culminación de todo el paso de Jesús entre nosotros. Porque al dejarnos resucitado, al ascender y ser cubierto por la nube, que es signo de Dios, significa que todo Él, verdadero Dios y verdadero hombre, está en el seno de la Santísima Trinidad, todo Él es glorificado, todo Él participa de la gloria de Dios. Y eso al mismo tiempo significa que nuestra naturaleza humana está teniendo parte de esa gloria de Dios. Para nosotros es un adelanto, una promesa que se está cumpliendo, una garantía ya establecida. Nosotros tenemos como meta final participar definitivamente de la gloria, del gozo, del amor y de la fuerza de Dios. Jesús, nuestra cabeza ya participa, nosotros, su cuerpo participaremos también.
Mientras vamos creciendo, madurando, adhiriéndonos desde lo más profundo de nuestro interior, convirtiéndonos en verdaderos discípulos hijos de Dios, nos envía como misioneros: “Vayan y hagan que todos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado”.
En este tiempo, en esta época, en este cambio de época, con todos los cambios que hoy se dan y se provocan, se empujan y se padecen, hoy, hay que seguir haciendo que todos sean sus discípulos, bautizándolos y enseñándoles todo, la verdad completa, todo lo que Él nos ha mandado”. No nos tiene que debilitar la desculturización cristiana que se da actualmente. Tampoco nos tienen que amedrentar las campañas de descrédito de la Iglesia, de la Escritura, y del mismo Jesús que hoy se dan. No nos tienen que frenar los ataques rabiosos de algunos. Nos tiene que impulsar el Espíritu, nos tiene que empujar su gracia, y nos tiene que animar la necesidad (aunque no la reconozcan) que todos tienen de la vida de Dios, del mensaje de la buena noticia, del perdón de los pecados, de la salvación.
Y nos sostiene por debajo y por sobre todo esa sentencia de Jesús: “Yo estaré SIEMPRE con ustedes hasta el fin del mundo”. Siempre es siempre. Bendito sea Dios.
Que María nos ayude a formar a los nuevos discípulos y que nos reúna en una sola familia: la Iglesia de su Hijo.
El Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.

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