jueves, 16 de junio de 2011

Homilía para el Domingo de la Santísima Trinidad – Ciclo A

Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen María, que pida para nosotros al Espíritu Santo que nos dé a conocer más profundamente el misterio de Dios.
A nosotros nos hace felices el amor. Cuánto más generoso, sincero y fiel, mejor. Es tan necesario al ser humano el amor como la vida. Incluso nos llegamos a morir cuando nos sentimos no amados.
¿Por qué somos así? Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Dios es amor y nosotros que fuimos hechos a su semejanza también podemos amar, y eso es porque somos capaces de amar.
Somos sensibles, y el afecto nos gusta, tanto a nosotros, como a los animales y a las plantas, pero el amor es más que afecto. El amor del que hablamos es más que el placer y la sensación de bienestar y de plenitud que se experimenta al establecer relaciones de cariño y de afecto con los demás. El amor en su grado máximo es el amor que busca el bien de los demás. Es generoso, compasivo, aguantador, fuerte, audaz, paciente, constante.
Es empobrecer el amor confundirlo con la simple experiencia placentera de sentirse queridos. El bebé necesita ser querido para vivir, para crecer, para desarrollarse bien, y por eso su apego a los que lo aman es grande y al mismo tiempo exigente, le es una necesidad vital. Pero a medida que va creciendo el ser humano se va haciendo capaz de dar amor. Y cuando la madurez en el amor es auténtica se es capaz de dar amor sin buscar ser amado, se es capaz de dar amor al otro por la necesidad que el otro tiene de ser amado para ser feliz.
Dios es así, amor perfecto. Él ama. Y ama siempre, desde siempre. Porque es amor es comunión, es encuentro, es comunidad, es familia. Así es lo que Dios reveló a los hombres: el Padre, desde toda la eternidad, engendró a su Hijo, dándole todo al Hijo menos el ser Padre. Y el Hijo, que desde siempre contempla y ama al Padre con un amor infinito, da todo al Padre menos el ser Hijo. Y esa comunión infinita de amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo. Dios es para nosotros el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.
En esa comunión eterna e infinita nosotros tenemos nuestro origen, porque en ese amor se decidió la creación, se decidió la redención y la vocación a la que fuimos llamados: participar como hijos, en el Hijo, de esa comunión. En esa comunión tenemos nuestra plenitud porque seremos transformados por el Espíritu que nos hace participar, por la gracia, de la vida de Dios. En esa comunión tenemos nuestro modelo de vida, porque toda nuestra vida será plena cuando sea reflejo de esa comunión trinitaria. También en esa comunión está nuestra fuerza, porque el Padre amó tanto al mundo que envió a su Hijo para que el mundo se salve por Él, y el Hijo tanto amó al mundo que dio su vida por nuestro rescate de las manos del mal, del pecado y de la muerte. Y el Espíritu Santo se nos da desde la resurrección de Jesús conduciéndonos, enseñándonos y santificándonos para hacernos vivir en comunión entre nosotros y con Dios para siempre.
Por eso no tememos. Porque Dios está con nosotros siempre.
Por eso nos animamos a vivir en familia, a vivir en comunidad, a ser Iglesia, porque somos capaces de amar como Dios, gracias a la acción de su gracia en nosotros.
Por eso nos animamos a transformar el mundo, porque la sabiduría, la fuerza y la unidad nos vienen del Espíritu Santo que habita en nosotros.
Por eso seguimos evangelizando porque el mundo espera el gran anuncio del Amor que no falla, amor que hemos experimentado nosotros ya.
Nos toca establecer la comunión, trabajar en comunión, hacer la comunión entre todos, hacernos uno, para que el mundo crea, y creyendo se salve.
Que María nos acompañe en la vida hacia la comunión plena con la Santísima Trinidad.
El Señor bendito y la Hermosa Madre los bendigan mucho.

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