sábado, 5 de noviembre de 2011

Homilía para el domingo 32º del tiempo durante el año

Pidamos, primero, a nuestra Hermosa Madre, la Virgen María, nos consiga del Espíritu Santo el don de entendimiento de la Palabra.

Tener sed de Dios es signo de verdadera fe. Es una gracia enorme, un don inmenso que lleva a la búsqueda consciente y responsable del Dios verdadero. Es sabiduría y lleva a la sabiduría. Es búsqueda y también encuentro. Es conciencia y es presencia, esperanza y posesión al mismo tiempo. El que tiene sed de Dios ya posee a Dios, aunque no sea totalmente porque aún peregrinemos aquí en la tierra.
El que tiene sed de Dios ya tiene su corazón rozando el cielo, porque su espíritu es llamado por Dios y está sintiendo el llamado, está sintiendo el susurro del Dios que no impone sino que invita.
El que tiene sed de Dios tiene anhelos de cielo, tiene anhelos de vida nueva, anhelos de plenitud.
La sed de Dios nos hace sabios porque nos hace elegir bien para no perder lo que tenemos de Dios.Queremos más de Dios porque tenemos sed.
Queremos más de Dios y por eso nos preparamos.
Como las doncellas prudentes de la parábola del evangelio de hoy: preparamos nuestro atuendo para ir entrar a la sala de bodas. Preparamos la luz para acompañar al esposo. Y preparamos también más aceite para que la luz no se apague.
Esa parábola nos hace tomar conciencia de que quien tiene sed de Dios, quien quiere hallarlo y conservar la amistad con Él, debe prepararse, debe cuidar los detalles, debe dar luz y alimentar la luz que tiene que irradiar. El prepararse es: orar cada día para vivir en la presencia de Dios, es decir, para acostumbrarse a vivir con Dios toda la vida que vivimos aquí en la tierra, en su presencia y con Él, bajo su mirada, con su amor, con su ayuda, y dándole gloria con todos nuestros actos, nuestras palabras y actitudes, transformando nuestros buenos hábitos en virtudes. 
Prepararse es también formarse, recibir catequesis, recibir consejo y aprender cada vez más a vivir según el Espíritu Santo que nos quiere guiar porque es quien nos llevará a la verdad plena. Esa formación y catequesis la imparte la Iglesia.
Prepararse también es convertir el corazón para hacerlo cada vez más semejante al de Jesús, el Señor: es hacerse misericordioso, sediento de justicia, es hacerse pobre y compasivo, es hacerse capaz de perdonar todo y de hacerse prójimo de todos los necesitados que encontremos en el camino.
Prepararse es crecer y caminar con la Iglesia, asumirla como parte de mi vida, y asumirme como parte de la vida de la Iglesia. La comunidad de los hermanos en la fe no es algo elegible, de la que puedo prescindir. Crezco en familia y la familia eclesial crece conmigo. Prepararse es haber aprendido a asumir a la Iglesia como es y hacerla crecer en santidad y en gracia, con mi crecimiento en santidad y en gracia, con mi testimonio y con mi amor por los hermanos en la fe, amor que se compromete, se juega, perdona siempre y es fiel al Señor.
Prepararse es ansiar la fiesta de la boda. Es ansiar el cielo, es gozar desde ahora de lo que vamos a recibir. Es tener firme y feliz la esperanza. Es tener constancia en la caridad en cada día, es vivir amando. Es vivir comulgando con Dios. Es vivir oteando el horizonte para ver al Amado que viene.
Por eso es necesario pensar en este "aceite" necesario para que nuestra "lámpara" de la vida según la fe no se apague.
De lo contrario, el Señor me dirá que no me conoce. Y me quedaré fuera.
Como no sabemos el día ni la hora en que Él vendrá, tengo que adquirir el "aceite" de la preparación mencionada, ya. Mi corazón debe ya decidirse con una profunda determinación a acercarse a Dios por Jesús y transforme en discípulo fiel.
Que María nos consiga ese "aceite".
Que el Señor bendito y la Hermosa Madre nos bendigan a todos.

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