viernes, 29 de abril de 2011

Homilía para el Domingo 2º de Pascua - Ciclo A

Pidamos, en primer lugar, a nuestra hermosa Madre, la Virgen, que nos consiga del Espíritu Santo la gracia de contemplar la misericordia de Dios.
La gracia de Dios, el amor de Dios, es más fuerte que el pecado y que la muerte. La maravilla de este amor es que es eterno, es decir, desde siempre y para siempre, y además, es por eso fiel y entrañablemente misericordioso.
Al resucitar el Padre a Jesús de entre los muertos establece la condición y dignidad humanas en su más alto grado: el de la comunión eterna con Dios. No hay cosa más grande para el ser humano que poder mantener una relación personal y permanente con Dios. Todas las creaturas de la tierra le están sometidas para que pueda servirse de ellas para subsistir y para crecer en su humanidad, en sus capacidades más nobles. La historia misma es la escuela donde va aprendiendo a crecer y a madurar en el amor, en la libertad, en la inteligencia y en el obrar haciendo el bien. Su mismo espíritu no descansará hasta que no esté en la comunión permanente con el Dios que es Espíritu. Su propia identidad le asegura un trato personal con Dios, autor de su existencia y de su identidad, porque Dios hizo al ser humano a su imagen y semejanza.
A pesar de todos estos dones el ser humano ha decidido recorrer el camino de aprender por sí mismo qué significa ser humano, y al aprenderlo por sí mismo eligió el camino más difícil, porque, aunque fascinante, ser rebelde a la educación, ser rebelde a la formación, a la pedagogía de Dios, le ha hecho padecer enormes pérdidas, como la de la inocencia, por ejemplo.
La rebelión provocó necedad. La necedad provocó ofuscamiento de la inteligencia. La pérdida de la inteligencia quitó libertad. La poca libertad dejó que la malicia aprisionara. La prisión se volvió condena. La condena se volvió muerte. El ser humano ha padecido por el pecado la muerte.
Ningún ser humano podía salvar a ningún ser humano, porque todos pecaron.
Fue esa realidad la que hizo obrar a Dios de una manera portentosa, movido por su fidelidad a la humanidad: sólo Dios podía salvar al hombre y restituirlo a su imagen original, a su propia identidad, a la libertad que le fue asignada, a la claridad de la inteligencia que lo hiciera capaz de ver a Dios en todas la creación y en la historia, al poder obrar con la nobleza y grandeza del que por amor busca siempre el bien concienzuda y comprometidamente.
Y el Padre eligió para esto enviar a su Hijo unigénito al mundo para que hecho hombre nos restituyera la dignidad de seres humanos, y nos elevó a la condición de hijos de Dios por adopción. El Hijo de Dios hecho hombre, Jesús, en su amor infinitamente misericordioso por los seres humanos, nos invitó a cambiar de mentalidad, a cambiar el corazón, a dejarnos llenar de su Espíritu, a dejarnos transformar, y por eso nos perdonó, nos liberó, nos sanó, nos enseñó, nos amó hasta el extremo dándonos su vida misma como alimento y como propiciación por nuestros pecados.
No hay pecado que el Señor no pueda perdonar a quien no rechace el amor de Dios. Hoy es un día para contemplar el corazón abierto de Jesús del que mana sangre y agua, vida y vida nueva. Para contemplar el costado abierto de Jesús del que nace la Iglesia, como del costado de Adán nació Eva. Para contemplar la bendición permanente de Jesús que sólo tuvo un Sí para el mundo. Para dejarse bañar por la gracia y ser transformados en misericordiosos como Él.
Quien contemple sinceramente ese amor misericordioso en extremo quedará embargado de alegría y de gozo, de dulzura y de paz, porque experimentará el perdón y la liberación, le abrirá el corazón para acoger a todos los seres humanos como hermanos, sentirá el amor infinito de Dios que lo ama incondicionalmente, y se dejará amar. Verá y obrará milagros. Gozará tanto que anunciará a sus hermanos a Jesús que le ha salvado. Sostendrá en la esperanza y consolará a los abatidos. Hará obras maravillosas de amor por los demás, especialmente por los más necesitados. Abandonará toda tristeza e idolatría y se entregará completamente al Señor para servirlo. Servirá a los hermanos como al Señor y con el amor del Señor. Perdonará toda ofensa y se volverá totalmente generoso y pacífico. Amará entrañablemente a sus hermanos en la fe, promoviendo la comunión y alentando a la participación en la vida eclesial fraternal, servicial y misionera. Gozará de la liturgia celebrando con la comunidad a la Trinidad amorosa que nos ha rescatado. Atenderá con solicitud a todos con la humildad de los que dejan pasar a Dios hacia los demás. Se sentirá llamado como Iglesia al desposorio con su Esposo Jesús en la comunión más plena y profunda del martirio. Será feliz abrazando su cruz y siguiendo al Señor.
Que el Señor bendito y la hermosa Madre nos ayuden a dejarnos transformar por su divina misericordia.

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