jueves, 14 de abril de 2011

Homilía para el Domingo de Ramos - Ciclo A

Pidamos primero a nuestra hermosa Madre, la Virgen María, para que nos consiga la gracia del Espíritu Santo de entender la Palabra.

Los gritos de Jerusalén, de la gente entusiasmada y admirada por la presencia de Jesús, tienen que ser también nuestros. Nuestro júbilo tiene que resonar por nuestras calles. Y los católicos tenemos que recuperar la alegría de haber hallado al Señor, haber creído en Él, haber sido testigos de sus dones y milagros, de haber escuchado atentamente con corazón de discípulos sus enseñanzas, el haber vivido al Señor resucitado entre nosotros cada vez que nos reunimos en comunidad para celebrar.

Los católicos debemos replantearnos nuestra manera de vivir como católicos. Parecemos no creyentes, parecemos infelices, nos marca mucho la hipocresía, porque usamos a Dios pero no lo servimos, porque a veces hacemos prácticas religiosas como para acallar nuestra conciencia pero no para celebrar la fe que tenemos y profundizarla, porque nos escondemos como creyentes en nuestro trabajo teniendo vergüenza de manifestarnos creyentes porque delataría nuestra conducta hipócrita y mentirosa (no hacemos lo que predicamos), porque reservamos al ámbito privado nuestra fe y no transformamos todo desde la fe, porque somos ignorantes y no conocemos la Biblia, porque la Iglesia nos enseña pero no queremos aprender porque no queremos esforzarnos, porque son poquísimos los que gustan de hacer cursos bíblicos y leer en comunidad la Palabra y profundizarla, porque vivimos como paganos, aceptando cualquier cosa que la vida cómoda imponga, y no nos distinguimos por ser fieles al Evangelio de Jesús, porque hacemos diferencias con los hermanos y nos olvidamos que somos todos hermanos, porque rompemos páginas enteras del Evangelio con nuestra conducta incoherente con nuestra fe, porque cuando recibimos o damos catequesis nos conformamos con aprender algunas cositas y no en convertir nuestro corazón a Jesucristo, etc. etc.

Nosotros tenemos que darnos cuenta que Jesús es nuestro rey y vivirlo como tal. Es decir, darle el lugar de rey en nuestra vida, que a Él servimos y honramos y glorificamos con nuestra conducta. Que no solo lo usamos cuando necesitamos sino que tratamos de hacer que la vida humana toda se construya según el respeto al plan de Dios, el respeto a la naturaleza y a la vida. Debemos abandonar decididamente cualquier conducta que ataque la vida humana en cualquiera de sus etapas. Debemos abandonar decididamente las formas de pensar y las ideologías que nos llevan a faltar el respeto a nuestro Dios. Debemos enseñar con claridad y con el ejemplo que Dios tiene que ser respetado por encima de todo, y por Él todos los demás, según la verdad y según la caridad.

Tenemos, también, que darnos cuenta que Jesús ha venido humildemente, el Hijo de Dios se hizo hombre y tomó nuestra condición humana. Ha venido humildemente sobre la cria de un asna, y no vino con ejércitos ni con tanques, ni con armas de última generación, ni con portentos ostentosos. Simplemente al paso del burrito, mansamente. Su mansedumbre nos tiene que sacudir en nuestra violencia, en los ímpetus nuestros de imponer nuestra manera de pensar a los demás, en las amenazas que frecuentemente nos hacemos unos a otros. Una cosa es enseñar convenciendo y otra pretender adiestrar imponiendo. Para convencer tenemos que estar en la verdad y seguros de estar en la verdad, conocerla y aceptarla, vivirla y disfrutarla, compartiéndola, sí, con humildad, pero con la seguridad que da la misma verdad que cae por su propio peso. Es la verdad la que tiene que convencer, no yo.

La mansedumbre de Jesús sacude también nuestra necesidad de aparatosidad, nuestra necesidad de espectacularidad. Nos convencen las cosas espectaculares, los shows, los grandes escenarios y los despliegues de cosas admirables, pero Jesús nos enfrenta a la más desnuda realidad de su encarnación, es Dios con nosotros, pero hecho servidor como nosotros. Su mansedumbre denota la seguridad de ser Él, y por tanto no necesita de signos de fuerza externos a Él. Le alcanza el burrito, cumpliendo así la profecía.

Tu Rey viene, Iglesia. Tu Rey viene manso y humilde, y espera encontrar su pueblo, su pueblo que lo aclama, no sólo que lo usa. Su pueblo que lo sirve y sigue su ley de amor. No desea un pueblo que en su nombre mate, ni haga daño a nadie de ninguna forma por ningún motivo. Desea un pueblo vivo comprometido por hacer más digna y feliz la vida de todos, especialmente de los más pequeños, de los más pobres, de los más desgraciados. Un pueblo que sea misericordioso y que reconcilie a todos con todos. Un pueblo pacífico y honesto. Un pueblo humilde pero firme ante los arrogantes. Un pueblo que no se esconda tras la cobardía o la intolerancia, sino que tenga por gloria el cargar la cruz del amor verdadero, constante y fiel. Este Rey quiere que yo, que tú, que ella y él, que nosotros todos seamos su pueblo, la Iglesia viva, su esposa, su enamorada, su amante esposa fiel que se siente feliz de amarlo y honrarlo toda la vida.

Que esta Semana Santa se te renueve el alma cuando veas el rostro del Señor en la cruz, entregado por ti. Que el ejemplo de María, de pie al pie de la cruz, nos dé fuerzas cuando la debilidad nos quiera hacer huir. Que Dios bendito nos bendiga y nos haga recibir a nuestro Rey con fe renovada.

1 comentario:

Verónica Sabino dijo...

Las palabras que leí, me dan la fortaleza para enfrentar mis miedos y mostrarles a los demás que Jesús está vivo en mí y que debo irradiar su persona día a día. Durante este tiempo renuevo mi fe para poder brindarles a todos los que me rodean el amor que Jesús me regaló el día que me bauticé y que el Espíritu Santo me siga acompañando para no ser hipócrita con el prójimo.